“A pesar de que una insistente voz dentro de mí me decía que apartara la mirada, seguí observando cómo aquella mujer esbelta le practicaba una felación a su pareja, y me aproximé para ver más de cerca”. Lo escribe Gay Talese en El motel del voyeur (Alfaguara) mientras se dibuja a sí mismo inclinado sobre la rejilla oculta de una habitación de hotel, vigilando el sexo ajeno. Lo acompañaba Gerald Foos, dueño de la fonda, mirón profesional entrenado desde crío y única fuente de la última obra del maestro del Nuevo Periodismo. El hombre había espiado a sus huéspedes durante décadas. Recogía lo que veía en sus diarios, a modo de “registro secreto de costumbres sociales y sexuales del país” y, dice, acabó asistiendo impertérrito a violaciones, robos, abuso de menores, incesto y hasta a un asesinato.

Ese extracto inicial es un buen símil del monstruo que ha devorado a Talese: las ganas de ver. El deseo de que ocurran cosas -cuanto más obscenas, más íntimas, más violentas y dolorosas, mejor-. El sueño de oler la vida más cerca que el resto. ¿Y si no se puede: si la verdad es más vulgar, más aburrida, más sórdida...? Entonces, eso que llaman fe.

La historia también resultaría atractiva si los responsables de su publicación la hubiesen bautizado como lo que es: ficción. Ficción porque contiene hechos inexactos, falsos o no comprobados, como demostró la investigación de The Washington Post que dejó a Talese en paños menores. Con lo elegante que hubiese quedado un “basado en hechos reales”, autor y editorial se empeñan en vacilar al lector revistiendo la parábola del voyeur de ejercicio periodístico.

Con lo elegante que hubiese quedado un “basado en hechos reales”, autor y editorial se empeñan en vacilar al lector revistiendo la parábola del voyeur de ejercicio periodístico

Es curioso: en la faja intentan exprimir la controversia llamándolo “el libro más polémico del año”, pero a la vez se alejan del debate citando la crítica de Elvira Lindo: “Un magnífico reportaje de suspense donde ambos, el voyeur y el periodista, parecen rondar el delito”. Y aquí no hay tutía. A pesar de que Gerald Foos asegurase a Talese que observó a sus huéspedes desde finales de 1960 a 1990 -pero The Washington Post dejase claro que el voyeur vendió el hotel en 1980 y no readquirió sus derechos hasta ocho años más arde, según registros de la propiedad local-.

A pesar de que Foos también juró haber presenciado el estrangulamiento de una mujer por parte de su pareja -pero no haya ningún parte oficial de ese crimen-. A pesar de que el protagonista percibió dinero del periodista -en ningún momento se detalla cuánto- a cambio de prestarle sus diarios. A pesar de los pesares.

Talese cambia de idea

Cuando se publicaron las informaciones que ponían en relieve la engañifa -al menos parcial- de Gerald Foos, y, por tanto, de Talese, este último renegó de su libro y garantizó que no lo promocionaría. “¿Cómo voy a hacerlo, si su credibilidad acaba de quedar en la basura? Nunca debería haber creído ni una sola palabra de lo que dijo Foos”.

Esas intenciones no le han durado mucho. Anchos son los intereses económicos -y burda la estrategia editorial-: han añadido, a modo de epílogo, una diminuta nota en la que el autor se justifica y trata de replantear las fechas inconexas. Recuerda que “Foos era un narrador inexacto y poco fiable, pero sin duda fue un voyeur épico”, como si eso no desautorizase su relato. “Debido al reportaje del Washington Post, en esta edición se han introducido una serie de cambios de escasa importancia. Por lo demás, el libro permanece tal cual”. Y alegría. Suerte que esta se llama a sí misma “la edición definitiva”.

El maestro del Nuevo Periodismo Gay Talese. EFE

En el capítulo 34, Talese describe a Foos como “un maestro del engaño”: “Había pasado años fisgoneando sin que lo cogieran”, escribe, como si se encogiese de hombros. “Era un hombre de muchos estados de ánimos y actitudes, y a veces se presentaba como historiador social, un pionero de la investigación sexual, un solitario, alguien con doble personalidad, y un crítico resuelto a sacar a la luz las hipocresías y apetitos ocultos de sus contemporáneos”.

El extraño asesinato

Talese continúa un poco más adelante: “¿Qué cargos se podrían presentar contra Gerald Foos, si es que se podía presentar alguno? Admitía abiertamente ser un voyeur, aunque añadía que casi todos los hombres lo son. Foos insistía en que nunca había hecho daño a ninguno de sus huéspedes, puesto que ninguno había sido consciente de que los observaba, por lo que lo peor que se podía decir es que era culpable de intentar ver demasiado”. A volar. En España habría incurrido, al menos, en el delito de omisión del deber de socorro. Ahora está a salvo en cualquier parte. Si había delitos, han prescrito.

El cuento se hace bola, muy especialmente, en la descripción del asesinato, resuelto en dos páginas. Nada de reflexión posterior. Nada de tantear posibles responsabilidades penales. Como algo accesorio, pura orfebrería para terminar de rebozar la historia.

¿Qué cargos se podrían presentar contra Gerald Foos, si es que se podía presentar alguno? Admitía abiertamente ser un voyeur, aunque añadía que casi todos los hombres lo son, defiende Talese

El presunto asesino era un camello que “vendía drogas en la habitación 10 a algunos estudiantes jóvenes, y uno de ellos no tendría más de doce años”, cuenta Gerald. El voyeur hizo lo que acostumbraba con sus huéspedes traficantes: tirarles el material por el retrete. “Cuando regresó aquella noche y no pudo encontrar las drogas (…) se puso a discutir con su novia”. Se enzarzaron en una pelea hasta que él la estranguló y se marchó de la habitación. La justificación del observador: “Vi cómo a ella se le movía el pecho y me dije 'vale, se encuentra bien'”.

Al día siguiente, la camarera la encontró muerta. Avisaron a la policía, pero Gerald nunca contó lo que había visto. “De haberlo sabido, habría llamado a una ambulancia y les habría dicho que al pasar junto a la ventana había oído un grito… pero no fue así como ocurrió”, decía el voyeur. No hay -como se ha señalado con anterioridad- ningún parte oficial de ese crimen. Talese pensó que se había “traspapelado”.

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