Es cierto que el ser humano acostumbra a airarse con poco, pero ha habido contiendas más justificadas históricamente que otras. Son muchos los expertos que sitúan en el 21 de marzo de 1834 el comienzo de la guerra más estúpida que se recuerda: fue entonces cuando diez barcos de guerra franceses, bajo las órdenes del rey Luis Felipe I, llegaron al puerto de Veracruz. Amenazaban con atrincherarse allí y bloquearlo si no se cumplían sus deseos antes del 15 de abril. ¿Qué querían? Pues bien: ¡unos pasteles! O, mejor dicho, el pago de estos. 

Se trataba de unos dulces que algunos oficiales del presidente Santa Anna habían probado en un restaurante de Tacubaya -que era del señor Remontel, ciudadano galo-. Las fuentes indicaban que los militares se habían ido de la taberna sin pagar y que, además, en estado de embriguez, habían acabado destrozando el local. Remontel elevó al Gobierno mexicano una reclamación de 60.000 pesos que fue radicalmente ignorada, así que la trasladó a las autoridades galas, que la usaron para agobiar a los mexicanos. Estos no cedieron, así que el 16 de abril los franceses se lanzaron a bloquear todos los puertos del golfo de México. Tras ocho meses presionando, la guerra estalló. Santa Anna fue a defender a Veracruz y Chales Baudin, responsable de la flota gala, mandó a mil efectivos: casi nada. 

Con todo, no consiguieron derrotar a los mexicanos y tuvieron que pensar otra táctica: retirarse a los barcos y desde ahí bombardear la ciudad. Fueron los ingleses los que desactivaron el entuerto: como el bloqueo también les impedía a ellos comerciar con los puertos mexicanos, enviaron una flota a la zona para hacer de mediadora y que las dos partes hicieran las paces. México acabó pagando los 60.000 pesos debidos y el pastelero respiró tranquilo por fin, pero salió caro para todos: 214 heridos y 133 muertos.