Existió una pintora en el siglo XX que tuvo que pedir un permiso especial para poder ir con pantalones al campo cuando trabajaba bocetando animales. Existió una estrella mediática antigua que ayudó a ganar una guerra con su ropa interior. Existió una cantante de ópera en el siglo XVII que se metió en tantos berenjenales que el rey de Francia tuvo que perdonarle la vida. Dos veces.

Existieron tantas mujeres brillantes, complejas, rebeldes, artísticas, cáusticas, visionarias, incomprendidas y cabreadas con un mundo que las expulsaba que nunca, jamás, desde el presente, podremos resarcilas en memoria y justicia tal y como merecieron. Pero es importante seguir intentándolo: eso es lo que hace la doctoranda malagueña Cristina Domenech, que dedica su tesis a analizar la literatura histórica desde una perspectiva queer. Porque todas esas féminas genuinas a las que ella se refiere tenían algo en común: su atracción romántica o sexual hacia otras mujeres. Su condición erótica fue un doble castigo: hembras, y, ¡encima!, sacando los pies del tiesto de la heteronormatividad. Genialidad condenada a los márgenes.

Así lo recoge con infinita gracia y hondura -todo a la vez, es posible- en Señoras que se empotraron hace mucho (editorial Plan B), un libro que explora la vida de estas mujeres lesbianas desde el siglo XVII hasta el XX. Es difícil seleccionar sólo un puñado de historias: Catterina Vizzani, Charlotte Charke, Anne Liter, Charity Bryant y Sylvia Drake, Rosa Bonheur, Josephine Baker… Hablemos, por ejemplo, de Anne Damer, “una pionera en el mundo de la escultura que tuvo que soportar el escarnio de la sociedad por vivir su vida como ella quería”. Lo bueno es que era absolutamente consciente del rechazo que generaba su rebelión vital: miren que encargó un cuadro de las tres brujas de Macbeth pero con su rostro y el de dos de sus mejores amigas. Ya sabía que las miraban como a unas agitadoras peligrosas, semisatánicas.

Anne Damer y la amistad 'romántica' 

Nació en Kent en 1748 en una familia aristócrata y, aunque fue educada en los valores de una señorita perfecta, ya llamó la atención que desde su infancia se fijase en un arte exclusivamente regentado por hombres, como la escultura. Sus padres, sorprendentemente, le buscaron un tutor para que se especializase, pero ese breve vuelo se vio truncado por la imposición matrimonial. Boda de conveniencia con un tal John Damer, que, por cierto, estaba acusado junto a sus hermanos de haber matado a un hombre en Italia. El resto de sorpresitas llegaron pronto: era un derrochador, un juerguista, un adicto al juego, un bala perdida.

Cuando cayó el bancarrota, decidió huir a Francia y llevar a su esposa consigo. Ella, aunque totalmente desencantada, pensaba seguirle por cumplir sus obligaciones maritales. Pero nunca se fue: la noche antes, John alquiló una habitación junto a la taberna londinense Bedford Arms, contrató a cuatro prostitutas y a un violinista ciego y, después de la velada, se suicidó. Claro que no faltó quien culpó a Anne “por su actitud fría y poco sentimental hacia él”. Pero a partir de su muerte, Anne se liberó: se dedicó por completo a la escultura ocupando espacios masculinos, empezó a vestir con zapatos, sombreros y chaquetas y a juguetear con un íntimo círculo de amigas. No sólo mostraba en público su devoción por su colega la actriz Elizabeth Farren, sino que comenzó a “rechazar activamente” a los hombres que la volvían a pedir en matrimonio.

La mirada social hacia la mujer libre

Los rumores sobre su sexualidad explotaron e hicieron estragos en su círculo de amistades. Ahí la aristócrata y mecena de las artes Hester Thrale, quien llegó a escribir de ella que era una dama “de la que se sospecha que disfruta de su propio sexo de una forma criminal”. Y algo aún más revelador: “En Londres es ahora una conocida broma decir que una mujer visita a la señora Damer”. Aunque al principio intentó recatarse, en 1789 se pilló por Mary Berry, una muchacha “sin demasiado rango, delicada de salud y de carácter amable”, 14 años menor que ella. En sus cartas se habla del tema como de algo prohibido que había que minimizar.

“Pero al final decidieron olímpicamente bajar el tono y resuelven que sus comidas de cara son perfectamente rutinarias y normales”, escribe Domenech. “No pensaban lo mismo los demás, que observaban que ‘el éxtasis’ que manifestaban al encontrarse era excesivo, así como los lamento a la hora de despedirse”. Vivieron juntas casi 30 años, hasta la muerte de Anne en 1828: ella pidió que se quemaran sus cartas y documentos, y Mary cumplió su voluntad, pero salvó algunas misivas porque se veía incapaz de destruir “con mis propias manos la prueba de haber sido el objeto de tal afecto”. Esta historia es una prueba de la “delgada línea entre la amistad romántica y el escándalo, una línea que se desdibujaba fácilmente en las diferentes clases sociales y que se esperaba que las mujeres no cruzaran”.

Sexo anal y biblias 

Hay relatos más explícitos, como el de Jane Pirie y Marianne Woods. Edimburgo, 1802. Se conocieron cuando tenían 18 años y ambas estudiaban para ser maestras. A partir de ahí, nunca quisieron separarse, así que abrieron su propia academia para formar a “señoritas de bien”. Hay un libro que aborda este romance: Scotch Verdict, de Lillian Faderman, y también una película: Miss Pirie y Miss Woods, dirigida por Sophie Heldman.

La cosa fue que, ya en la residencia, una de las alumnas empezó a escuchar movimientos extraños en las camas, por las noches: “Movían el colchón y respiraban muy fuerte”. En otra ocasión, una cría escuchó este diálogo: “Estás en el sitio equivocado”, le decía una de las directoras a la otra. “Lo sé”. “¿Y por qué lo haces?”. “Por diversión”. La noticia llegó a las madres de las niñas y se montó la de dios: todas las alumnas acabaron fuera del internado y Woods y Pirie denunciaron por calumnia.

Recuerda Domenech que había dos opciones: “Podemos admitir que había dos señoritas de bien practicando sexo lésbico anal o podemos admitir que las niñas mentían y que conocían el concepto del sexo lésbico anal”. Hay que tener en cuenta que la creencia popular era que las “señoras no tenían deseo sexual”. Las pruebas de las directoras del internado eran su propia correspondencia, que, a entender de la época, era la de dos amigas que se cuidaban y se protegían, porque no existía la consideración de “lesbianismo”: “Siempre la he amado como a mi propia alma” o “La he amado más de ocho años con cariño sincero y ardiente”.

Otra de las pruebas presentadas fue una Biblia que Pirie le había regalado a Woods con una dedicatoria escrita a mano. El jurado las avaló con frases como: “Si estas dos mujeres son culpables de algo, ¿dónde hay una mujer inocente en toda Escocia? Si sus señorías la conoce, yo, desde luego, no”. “Creo que estas damas son culpables de lo que se las acusa tanto como lo creo de mi propia esposa”, añadió otro caballero. Finalmente, fueron absueltas y tuvieron que recibir una indemnización por los daños morales. Ganadoras natas: a veces el amor sale bien. Hasta les pagaron por haberlas increpado. Para las demás historias arrebatadoras, ya saben: Señoras que se empotraron hace mucho.