En la Grecia clásica, las mujeres se ocupaban del hogar, de organizar los menesteres domésticos y de asistir con solemnidad a los actos religiosos. No podían ser propietarias de bienes y no poseían ningún poder. No así las espartanas: ahí la mujer no sólo gestionaba la casa, sino que era empresaria de sus tierras, su opinión era muy tenida en cuenta por los hombres y podía dirigir su propia vida.

La espartana se encargaba de la educación de los hijos hasta los siete años y gozaba de danzar y cantar, para, según las indicaciones sociales, no perder su “lado femenino”. Eran hembras fuertes, regias, que desde muy adolescentes se ejercitaban corriendo, luchando, tirando con arco y lanzando el disco. La idea era que esas mujeres feroces pariesen hijos vigorosos.

Las espartanas hacían gala de hábitos que las atenienses consideraban impúdicos, como enseñar las piernas al caminar -vestían un pealo arcaico sin coser por los costados-; o hacían ejercicios gimnásticos desnudas o semidesnudas sin que eso las abochornase. La fortaleza era lo que más se valoraba en Esparta. Y la superación de uno mismo. Daba igual que viniese de un hombre o de una mujer: de ahí que las competiciones deportivas fuesen mixtas. Ningún espartano se avergonzó jamás de ser derrotado por una mujer.

Una espartana nunca dejaba que su hijo volviese a casa habiendo perdido el honor en la batalla. Les entregaban el escudo a los críos y les decían “o con él, o sobre él”. Y ojo al dato: las mujeres estaban autorizadas para ser adúlteras, pero sólo en el caso de que el hombre que las cortejase fuese más alto y fuerte que su anterior marido. Si así era, no habría reproche jurídico ni social, porque la prioridad era siempre seguir procreando con lo mejor de la especie y garantizar futuros guerreros invencibles. Por otra parte, si a los 30 años un espartano seguía siendo soltero, perdía el derecho de sufragio y no podía asistir a las festividades.