Felipe V, el primer Borbón en España, fue un niño especial: desde que nació, vivió entre excesivos algodones, siendo siempre el centro de todas las atenciones y cuidados, y esos primeros años construyeron una personalidad quebradiza e insegura, frágil y con tendencia a la melancolía. Oscilaba entre la tristeza y la euforia. Más tarde le achacarían un trastorno bipolar trufado por neurosis y episodios maníaco-depresivos. En el fondo, Felipe V era un inadaptado: nunca terminó de superar el que le sacasen de la corte de Francia siendo tan crío para abandonarlo en una tierra extranjera. No conocía a nadie. Ni siquiera sabía bien español.

Pasó mucho tiempo intentando librarse de ese regalo envenenado que para él era el trono: en 1724 abdicó en favor de su hijo Luis, pero no tuvo éxito en esa estrategia, porque el vástago murió de viruela sólo ocho meses después. Como su hijo Fernando aún era demasiado pequeño para asumir esas responsabilidades, volvió a encargarse él de la corona.

Sus primeros años como monarca fueron los más festivos. Buena prueba de ello es que su mote originario fue “El Animoso”: gozaba de buen humor, de energía incansable, hacía gala de su valentía en la batalla y su actividad sexual era envidiable. Es más: frenética. También eso le perturbaba. Su naturaleza le pedía vigorosos encuentros sexuales, pero sus temores religiosos lo frenaban y vivía en un estado de confusión y culpa.

Hipocondría y pesadillas

Fue después de quedar viudo de su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya, cuando los ataques de hastío comenzaron a golpearle más fuerte y pasó a ser llamado “El Melancólico”. Alternaba épocas de estabilidad y lucidez con semanas terribles, plagadas de brotes depresivos, astenia y pesadillas. Uno de sus sueños más recurrentes era aquel en el que intentaba matar a un fantasma que le perseguía con una espada, inútilmente. Ojo a su hipocondría, a veces justificada: padecía cefaleas y problemas gástricos y cada día se proyectaba al borde de la muerte. Llegó un momento en el que todo lo que comía le sentaba mal.

En 1728 recibió a unos embajadores descalzo, sin pantalones y sólo con la parte superior del pijama. Empezó a ponerse siempre una misma camisa porque le obsesionaba la idea de ser envenenado a través del contacto con la ropa. ¿Su próxima manía? Dejarse crecer las uñas hasta la excentricidad. Las de los pies llegaron a ser tan largas que a duras penas podía caminar. Creía que si se dejaba cortar las uñas o el pelo, sus males aumentarían.

Ser una rana

Cuando salía en su caballo, a menudo tenía que regresar a casa porque sentía que el sol le atacaba. Era insomne. Deambulaba por sus estancias durante la noche, y a veces llegaba a angustiarse tanto que convocaba a todo su consejo de madrugada, sólo porque le hicieran compañía. Una vez creyó que los caballos representados en los tapices de los Reales Alcázares eran reales e intentó montarlos. A menudo, en sus alucinaciones, sentía ser una rana y se comportaba como tal, dando brincos por Palacio, moviendo las ancas. Abrazó el delirio nihilista de Cotard, es decir, el delirio de la negación: no asumía tener brazos ni piernas, no creía sentirse vivo ni conservar su identidad humana. Era ya un pequeño animal verde.

Cuando contrajo matrimonio con la reina Isabel de Farnesio, su segunda esposa, el trabajo de monarca pasó directamente a ella. Fueron inseparables. Al principio, cuando la conoció, se obsesionó con su ropa y encargó a monjas que la cosiesen de forma exclusiva a fin de espantar al diablo. Cantaba y gritaba desaforadamente. Se mordía a sí mismo. Incluso intentó pegar a la reina. A partir de 1714 él se centró en sus devaneos, en sus excentricidades, en sus manías, y a efectos prácticos no gobernó. Con todo, fue uno de los reinados oficiales más largos: un total de 45 años y tres días. Murió con la corona en la cabeza y hundido en la locura. Hasta los pintores reflejaron su decrepitud: un hombre derrotado, hinchado y torpe, con las piernas en forma de arco y la mirada perdida.