Lo primero que Irene Montero ha hecho bien al entrar en Sálvame ha sido entrar en Sálvame: si queremos políticos que tengan el oído abierto a las conversaciones de la calle, a los temas que soliviantan a la ciudadanía y a los temas mediáticos que pueden canjearse en referentes para visibilizar un drama tan terrible como la violencia machista, es lógico y legítimo que una ministra se pronuncie sobre un caso que el domingo vieron, en algún minuto, hasta diez millones de personas en España.

Hay relatos que lo cambian todo, que movilizan a las masas sordas e impasibles al dolor humano: como el de la sufragista mártir Emily Davison, como el trágico asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA, como el de Rosa Parks para la comunidad negra, como el de Stonewall para el colectivo LGTBI, como el de ‘la Manada’ para todas las víctimas de esas violaciones a las que se llamó “agresión sexual”, como la foto del niño sirio Aylan tan diminuto y vulnerable, muerto sobre la orilla. Hay historias que prenden una mecha. No es sensacionalismo, es símbolo.

Basta de esnobismo, basta de legitimar los palcos y de desprestigiar los espacios populares: el hecho de que se trate de un programa de entretenimiento no quita que desde ahí se pueda hacer política, porque la política está donde está la gente, donde hay alguien que escucha, donde hay alguien que atiende, donde hay un debate social abierto. Los telespectadores que siguen diariamente Sálvame, perturbe esto a quien perturbe, son ciudadanos y también son votantes, y el político no sólo tiene el derecho, sino el deber de dirigirse a ellos en las plataformas que más frecuenten. El mensaje siempre será más directo y más potente que desde el atril del Parlamento: la vida es así, no la he inventado yo. 

Ni periodismo, ni feminista

Dicho esto: resulta atroz e insultante que una ministra llame “periodismo feminista” que “legitima la voz de las víctimas” a lo que sucedió el domingo en Telecinco. Es de una brocha gorda insoportable para un debate decente e íntegro. De primero de ética profesional es que ninguna información obtenida a cambio de dinero puede considerarse periodismo -igual que ninguna boda en la que haya habido soborno puede llamarse “matrimonio” ni ningún coito pagado puede llamarse “sexo” sino “prostitución”-, porque el dinero envilece el trato, difumina el consentimiento real y vuelve nula la declaración.

Por dinero se hacen cosas terribles, ya lo saben ustedes: hasta trabajar. Por dinero hay quien miente, hay quien explota a otros o hay quien mata. El dinero no tiene absolutamente nada que ver con los derechos humanos ni con la igualdad de géneros. No se sabe cuánto ha cobrado Rocío Carrasco por ese documental -llamarlo “entrevista” es demasiado ambicioso-, pero se habla de más de un millón de euros, y se le olvidó, al menos en la primera entrega de la grabación, mencionar que iban a ir donados a las asociaciones que pelean por la reparación de las víctimas de la violencia de género y su asistencia psicológica o habitacional. Ah, que no. 

Ante eso, cualquier ser humano con dos dedos de frente haría bien en levantar la ceja. En cuestionar el activismo engrifado de conciencia social que se ha desatado con este caso en unas redes sociales cada vez más histriónicas, sentimentales y estúpidas ante los matices. Hablemos claro: Rociíto no es Nevenka, porque Nevenka -aunque vivió humillaciones procesales por parte del fiscal- ganó el juicio a Ismael Álvarez, el alcalde popular que fue condenado por su delito de acoso sexual en una sentencia pionera, pero su pueblo le dio la espalda y la hostigó hasta hacerla salir del país.

Rociíto no es Ana Orantes

Y Rociíto tampoco es Ana Orantes, la mujer que fue quemada viva en 1997 por su exmarido tras visibilizar en televisión sus cuarenta años de terrorismo machista. De palizas. De aislamientos. De abusos. De insultos. De humillaciones. Claro que Orantes no sólo jamás se hizo rica por esa entrevista en Canal Sur, sino que, además, la pagó con su propia vida. Desde 2004, afortunadamente, y gracias a José Luis Rodríguez Zapatero, contamos con una Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.

Es imperfecta, por supuesto: en este país se sigue apalizando y matando mujeres. Todos los días, todos los meses. Como recordaba Montero en Sálvame, una víctima de violencia machista tarda unos ocho años y ocho meses en denunciar por primera vez, y ese dato pone sobre la mesa la cultura de la misoginia que sigue instaurada en nuestro país y los aún insuficientes apoyos -tanto sociales como públicos- que tienen a su disposición las mujeres que pelean por salir de esta situación.

Te creo, pero eso no importa

No si es verdad lo que dice Rocío Carrasco en el documental: de hecho, tampoco lo sabe Irene Montero, ni Jorge Javier Vázquez, ni la turba de telespectadores y revolucionarias de salón que ahora se parten la cara por ella y la reducen a un hashtag pintón -no quiero ni recordar cómo acabó el #Juanaestáenmicasa-. Sólo sé que me conmovió escuchar su historia, que me dejó un nudo en el estómago, que me resultó desasosegante verla llorar y sufrir sin poder abrazarla y sin que nadie la abrazara mientras la grababan, que empaticé con su ansiedad, con su depresión, con su deseo de suicidarse tras esos largos años de terror psicológico.

Me alegro de que lo haya contado. Me alegro por ella, porque era cruel e injusto sentenciarla socialmente sin haber escuchado siquiera su versión. Tiene derecho a la palabra, tiene derecho al honor y a la réplica. Tiene razón al entender que su testimonio cala ahora, en 2021, en una España más feminista que la España del 99, el año en que se separó de Antonio David. Tuvo sentido su silencio, tuvo contexto, aunque me parezca un error haberle puesto precio a su historia: inevitablemente le resta nobleza. Yo la creo, esa es mi decisión personal, mi posición al respecto, pero lo que yo crea no cambia nada. De hecho, no debe ser relevante lo que nadie sienta. Las sensibilidades no tienen nada que ver con la justicia.

La brocha gorda de Montero

Podemos y debemos expresar apoyo y cariño a Rocío Carrasco si así lo consideramos, podemos dejarnos conmocionar por su relato, y, de hecho, podemos y debemos hacerlo porque no somos nadie. Pero que una ministra de Igualdad, una mujer que equivale a una institución, dictamine repanchigada en su sofá que Rociíto es víctima de violencia de género sin haber estudiado el caso, sólo tras la primera emisión de un documental, es sencillamente una vergüenza, un descrédito, un circo temible y ponzoñoso.

Podía haber pedido una audiencia con Carrasco, podía haberle ofrecido apoyo público para superar el trauma -como ella misma ha dicho en antena, “no todo puede depender del poder judicial, hay muchos otros mecanismos de atención”-, podía usar su caso como punta de lanza para hablar sobre el sibilino maltrato psicológico o la violencia vicaria. Podía haber hecho muchas menciones útiles para la visibilización sin condenar a nadie, sin darlo todo por supuesto, por demostrado. Podía ser comprensiva y cercana sin erigirse como juez. Podía optar por la mesura. Pero no lo ha hecho. Era más epatador opinar en 180 caracteres durante la emisión del programa, como si fuera una tuitera más. El problema no ha sido entrar en Sálvame, sino lo que ha dicho en Sálvame.

Justicia patriarcal

Claro que la justicia sigue siendo patriarcal, como el resto de ámbitos de la vida: ni que fuera un oasis. Claro que es necesaria perspectiva de género y formación feminista para los magistrados; claro que son falibles como cualquier ser humano y claro que están contaminados, como el resto de ciudadanos, por una mirada machista que entorpece la interpretación adecuada de la ley o que directamente la destruye. Pero una ministra tiene la responsabilidad de cambiar las cosas desde dentro de las instituciones, porque su propia estancia ahí avala que confía en ellas: si no, para qué las habita y se lucra de su sistema. Lo demás es charanga y pandereta. Si Irene Montero no quiere ser parte del problema, habrá de ser parte de la solución.

No deja de ser cínico, por otro lado, que ahora todos los colaboradores de Sálvame apoyen sin tutías a Carrasco cuando algunos, como Belén Rodríguez, han confesado que conocían la historia. Jamás dijeron nada, jamás rompieron una lanza a su favor, jamás hicieron otra cosa que bailarle el agua a Flores: me recuerdan a los sucios amigos de Harvey Weinstein que se plegaron a su poder cuando aún tenía, sonriéndole y abrazándole en las fotos, y que lo despreciaron inmediatamente cuando lo perdió. No hay ratas más negras. Que se les llame “feministas” por avalar a Rocío ahora es un insulto para el feminismo.

Memoria histórica

Más desagradable resulta aún que Montero haya preferido hacerse la simpática con Carlota Corredera y no haya cuestionado ni un ápice a la cadena que dejó indefensa a Carlota tras ser violada en Gran Hermano, como denuncié en este artículo. La memoria histórica, Irene: la memoria. Hay una derrota en todo esto, un amargor inexplicable en este caso. Hay algo que huele mal aquí, algo que es hediondo, pero aún no podemos saber lo que es, y hacemos bien: tendremos que dejar pasar los días para pensarlo. Tendremos que buscar los matices que nuestros políticos no procuran.

Me pregunto, por último, qué tiene que decir Rocío Flores Carrasco de todo esto. ¿No es paternalista, no es machista dar por hecho que una mujer de 24 años en plenas facultades mentales está alienada? ¿Por qué a ella no se le hace caso y a Dylan Farrow sí? ¿Cuál es el feminismo bueno aquí? Ojalá Irene Montero saque un rato para escucharla a ella también: es una mujer que sufre. Va a tener mucho trabajo.

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