Al filósofo Santiago Alba Rico, de niño, Cervantes le daba miedo: luego entendió que no era Cervantes como tal, porque su pavor germinó sobre un óleo de época en el que aparecía el manco de Lepanto con un aspecto que se le antojaba siniestro, vestido de negro y con gorguera, escribiendo con pluma de ave. Fue un óleo que sólo existía en su cabeza, claro, porque mezcló imágenes de otros cuadros -uno falsamente atribuido a Juan de Jáuregui y un grabado de Manuel Salvador Carmona- y así edificó a su Cervantes “adusto, oscuro, imperial, guerrero seco, letrado áulico, completamente despojado de todo encanto romántico”, describe.

Le daba temor, sobre todo, la gorguera, esa “guillotina de la movilidad y la gracia”. Pero al ir creciendo derribó ese espectro, y tantos otros, que parecían venir enviados por eso que llaman “el alma nacional”. El alma española. España. España y sus mitos, España y su historia, España y sus fantasmas. España y sus pequeñas magias inútiles. Dice Alba Rico en su nuevo libro, editado por Lengua de Trapo, que su generación creció “enferma de literatura”, pero con un “regüeldo antiespañol, muy decimonónico, que nos impedía leer sin náusea la literatura castellana”.

Se confiesa: “A los 18 años, disfrutábamos con Rabelais pero no con La Celestina; con Molière o Racine, pero no con Lope o Tirso de Molina; con Villon, pero no con Quevedo; con Shakespeare, pero no con Cervantes”. Digamos que la rebeldía les alejó de algunas cosas hermosas y les disfrazó otras. “Por odio a la escuela, al franquismo y a España, no leímos a Cervantes; es decir, entregamos a Cervantes a los que nos habían robado tantas otras cosas, incluida la propia España; no disputamos Cervantes a los que lo leían y lo enseñaban mal; ni a los que lo utilizaban, de alguna manera, contra nosotros”, sostiene.

Con Galdós le pasó igual: y vaya arrepentimiento. Ahora piensa el autor qué habría sido de su vida y de su obra de haberlos leído antes. Ahora ya no los lee con el sexo -como dice que se hace a los 18-, sino con la auténtica lucidez del hombre maduro que es consciente de que “la libertad es eso que creemos que hacemos contra nuestra familia, nuestra época, nuestra generación y nuestro cerebro; y que hacemos desde nuestra familia, en nuestra época, junto a toda nuestra generación y con nuestro cerebro”. Brillante.

En este libro -que da rabia de lo genialmente escrito que está-, Alba Rico recupera a ese Cervantes y a ese Galdós que entregó en su día sin resistencia, y recupera los paisajes y la historia y los nombres que una vez enterró porque se le inculcaron como sentimentalmente reaccionarios y él era un chico de izquierdas.

“Para poder leer autores españoles, para poder ver y amar paisajes españoles, algo tenía que cambiar antes en España. En la España de mi adolescencia lo más inteligente, lo más sabio, lo más rebelde, lo más poético era ser un total imbécil. Solo los menos inteligentes, los menos sabios, los más dóciles y más prosaicos se salvaron de la imbecilidad”, sonríe.

Hoy ajusta cuentas, por fin, con la tierra que amó -y de la que acabó yéndose, porque desde hace años vive en Tánger, pero de la que no se va nunca-, hoy señala las grietas necesarias de un país a ratos en descomposición pero también guiña a sus virtudes, a sus gestos nobles, a los símbolos que sí merecían la pena y que ya, que sopla más de cincuenta, no consentirá regalar a la derecha.

¿Qué es España para Santiago Alba Rico? Hágame usted un bodegón sentimental. No me conteste demasiado en serio.

No tengo ni idea de qué es España. ¿El país del que finalmente no he conseguido huir? ¿Un país lleno de gente chistosa pero en el que siempre ha resultado difícil, y hasta peligroso, bromear? ¿El país de la Inquisición y de la Movida? ¿Un país que nunca ha conseguido ser una nación y menos aún, como debiera, un puñado de naciones? Recuerdo una viñeta de Asterix en Hispania en la que los héroes galos, de visita en la Hispania del siglo I, eran zarandeados dentro de una carreta que saltaba por una atormentada calzada en construcción. 

El guía señalaba a los trabajadores semiociosos en la cuneta y decía: “Están trabajando. Pronto serán estupendas”. Cuando uno leía ese cómic en los años setenta del siglo pasado, como fue mi caso, no podía dejar de reírse, porque 2000 años después las carreteras seguían en construcción, llenas de parches y socavones. Hoy las carreteras han mejorado mucho -hasta demasiado, bajo el impulso ecocida del sector del ladrillo- pero el resto sigue en construcción. El material histórico no es muy bueno, es verdad, pero el fracaso hay que atribuirlo sobre todo a las élites que han gobernado nuestro país, en dictadura y en democracia.

¿Qué le da miedo de España, aparte del falso óleo de Cervantes que le atemorizaba de niño? Leí que Joan Margarit dijo que España le daba miedo “desde los reyes católicos”.

De España me da miedo que vuelva. Yo creí que se había ido y que a su ausencia también podíamos llamarla España. Pero da la impresión de que vuelve una y otra vez y de que eso que vuelve, sí, tiene que ver con los Reyes Católicos, que eran el modelo “totalitario” de Franco y que siguen presentes en la memoria activa de nuestra derecha iliberal.

De España da miedo que siga siendo a veces más “española” que democrática. Es muy “español”, por ejemplo, meter a raperos en la cárcel. Y muy “español” también querer fusilar a 26 millones de españoles para purificar el país. No hay que ser tan “españoles” si queremos mejorar España. Si fuéramos un poco menos “españoles”, quizás muchos más vascos y catalanes también querrían serlo. Y digo esto en un periódico que se llama El Español. A “España” y a los “españoles” hay que quitarles las comillas.

¿Cuál es la gorguera -guillotina de la movilidad y la gracia- española de hoy? ¿Qué nos oprime hoy, qué nos abduce ‘franquistamente’?

España está viviendo una crisis general -la de la pandemia, la de Europa, la económica, la de la desdemocratización planetaria- y la procesa a su manera, desde sus propias entrañas históricas. Cuando las cosas se tuercen, sale -digamos- el “estilo” propio de cada historia. En nuestro caso, regresan de algún modo regüeldos y tics del siglo XIX, con mucha electricidad en torno a las viejas cuestiones sin resolver: la cuestión territorial, la memoria, la monarquía. Que esa polarización -que se traduce en inquietantes radicalizaciones identitarias- no derive hacia menos democracia y más violencia (España es hoy un país poco violento) dependerá sobre todo de Europa.

Dice que España ha sido quijotesca y hoy es, sobre todo, almodovariana, ¿en qué sentido, si Cervantes se lo rifan la derecha y la izquierda como emblema de la ejemplaridad pero Almodóvar -con todo lo que eso significa- sólo gusta al sector de la izquierda?

El consenso sobre Cervantes fue muy tardío. Nadie le hizo ni caso -o poco caso- hasta el siglo XIX. A Almodóvar le hacen mucho más caso hoy que a Cervantes en vida. En todo caso, esta comparación abusiva está orientada a llamar la atención sobre la percepción de España en Europa. Para los extranjeros España fue durante dos siglos “quijotesca”; era de hecho lo que atraía de ella. Hoy ya no. Y eso en realidad es bueno.

Que sea “almodovariana” quiere decir que Almodóvar -que a mí no me gusta- ha sabido recoger todos los tópicos y resignificarlos estética y socialmente, de manera que esos tópicos -y todos esos fetiches folklóricos- de pronto señalan una España distinta, frívola, tolerante, abierta, festiva, nocturna, escandalosa, moderna. Ese sincretismo entre tradición y liberación es la España que hoy se reconoce y atrae en Europa. Es tan falsa como la otra, pero menos oprimente.

Después del antifranquismo y del pasotismo, ¿qué viene? ¿Quiénes son los españoles de hoy, cuáles son nuestras misiones políticas o apolíticas?

Mi opinión es que en las últimas décadas han cambiado más los españoles que España. En los años cincuenta y sesenta muchos se marcharon del país para trabajar fuera. Las últimas generaciones se han marchado sin salir de él; han dejado la España que describo en mi libro y eso da alguna tranquilidad respecto de los peligros que amenazan, a mi juicio, desde esa ultraderecha rampante que juega -con la complicidad de una izquierda que a veces entra al trapo- a rememorizar lo peor de nuestra historia. Pero en todo caso, en tiempos inestables como éste, los españoles se han vuelto, como las redes, muy ciclotímicos; la prueba son los desplazamientos de voto desde 2014.

Esos propios desplazamientos indican, en todo caso, que los españoles no están a salvo de su propia historia y que están protegidos no por su formación política y sus convicciones democráticas sino por una especie de olvido equidistante que, en definitiva, tiene que ver más con la cultura del consumo que con la cultura política. Por eso es difícil predecir el futuro de un país con crecientes desigualdades económicas y con unos servicios públicos en harapos.

En 1933, Hitler no ganó las elecciones y se convirtió en canciller con una minoría de votos. Tres meses después el 80% de los alemanes apoyaban el nazismo. En tiempos de crisis, los vuelcos dentro de la propia historia siempre son posibles. Nuestra misión debe ser la de prevenir esos vuelcos, lo que solo puede hacerse con medidas sociales de protección ciudadana y medidas políticas de democratización.

Igual que habla de disputarle a Cervantes al franquismo, ¿qué debe hacer la izquierda con la bandera y con la palabra ‘España’? ¿Nota usted que ya se dice cada vez menos ‘Estado español’?

Soy muy pesimista al respecto. Ese, me temo, es un problema sin solución. La derecha ha vuelto inutilizable una bandera que la izquierda nunca ha querido disputar. Así que España no tiene bandera, como no tiene himno nacional (un himno sin letra no es un himno). ¿Cuál es la solución? No está en cambiar de bandera sino en cambiar de país; es decir, en resolver de una vez por todas la cuestión territorial, la cuestión de la memoria, el reparto desigual de riqueza en favor de Madrid (que al mismo tiempo atormenta a los madrileños).

Para eso hay que revisar y cambiar el contrato constitucional. No parece fácil. Si pudiéramos hacerlo, al país resultante lo llamaríamos de nuevo España y el problema de la bandera se resolvería solo. También el de las dificultades para pronunciar su nombre. Hay un sector de la izquierda, en todo caso, que se equivoca si cree que va a conseguir ese objetivo hablando de “Estado español”; esa denominación deja fuera a esa mayoría que se considera española y que es necesaria para acometer cualquier cambio.

No entreguemos también a la derecha -después de la bandera- a los propios españoles. Por ese camino, además, la fractura entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos, de los que depende cualquier gobierno futuro de España, no hará sino agravarse, en perjuicio de todos.

Fue Cernuda el que renegó de “esa España obscena y deprimente en la que regentea hoy la canalla”, y defendió “esa España viva y siempre noble que Galdós en sus libros ha creado”. ¿Es España un país esquizofrénico, inevitablemente dividido? ¿Existirá siempre una guerra civil sentimental? Pienso también en “mi abuelo, que no nombra a Franco una sola vez, es un hombre bueno al que va a ejecutar, no sin fundamento legal, el Gobierno republicano que yo hubiera defendido…”.

Todos los países están divididos, mantienen toda clase de conflictos internos y alojan personas con gustos, inclinaciones, ideologías y proyectos diferentes. El problema en España no es la diversidad sino la unidad, el hecho de que se ha querido imponer la Unidad a expensas de las diferencias. No puedes imponer la Unidad a una realidad viva sin que, como en la cama de Procusto, sobre algún miembro y te venga la tentación de cortarlo. Esa es la historia de España entre los Reyes Católicos y el franquismo. Nada genera más violencia y más divisiones que la Unidad.

Si llamas “España” a esa Unidad impuesta, lo que sobra es Anti-España. Galdós, que era liberal, socialista, republicano y anticlerical, pero que tuvo muchos amigos tradicionalistas y curas, alertó en sus obras contra las consecuencias de esta voluntad fratricida de Unidad.

Necesitaremos siempre varias Españas; habrá inevitablemente varias Españas. Habrá que inventar muchas otras. La mejor manera de evitar que vuelvan a matarse, en todo caso, es no intentar unirlas. Los sueños de Unidad producen astillas y muertos. Si hablo de mi abuelo es para explicar cómo la Unidad no sólo produce enemigos ontológicos irreconciliables en el exterior sino que oculta muchas diferencias en el interior que acaban siendo indigeribles para las dos Unidades en conflicto.

¿Cuáles han sido nuestras grandes decepciones de los últimos diez años?

Para mí, el fracaso de esa “reforma desde abajo” que planteó el primer Podemos a partir de la clarividencia multitudinaria del 15M. En el libro lo cuento así: la primera Restauración acabó en el callejón sin salida del dilema maurista: revolución desde arriba o revolución desde abajo. Ya sabemos a dónde condujo. Ahora, en la segunda Restauración, la única manera de salir del descascarillado régimen del 78, roído por la corrupción y el deterioro democrático, era una “reforma desde abajo”. Existió esa oportunidad y se perdió, mitad por errores propios y mitad por presiones irregulares del propio régimen del 78. La aparición de Vox y el identitarismo creciente de los nacionalismos español y catalán es indisociable de ese fracaso.

Hemos perdido vínculos con todo en el contexto del neoliberalismo -cita usted a la madre, a la novia, al amigo de la infancia, al pan de la tierra-. ¿Tiene más sentido que nunca recuperar hoy la patria?

Hemos perdido cuerpo. Hemos perdido el cuerpo, que es la matriz de todos los vínculos y todos los compromisos. La economía y la tecnología nos han colocado en un no-lugar en el que los cuerpos han sido sustituidos por imágenes que a veces logran sentimentalizarnos pero nunca comprometernos. Esa es nuestra patria, el cuerpo, que hoy sentimos amenazado, como nunca, por la pandemia. Esa pérdida -que va acompañada, en un mundo muy complejo y adverso, de la sensación fundamentada de que no controlamos nuestras vidas- induce nostalgias de concreción.

Queremos saber quiénes son los malos y dónde podemos encontrar refugio. Esa nostalgia, lo estamos viendo, puede ser aprovechada por fuerzas destropopulistas muy peligrosas que dicen saber quién tiene el poder y qué significan las cosas. Nadie lo sabe. Pero esa nostalgia hay que tomársela muy en serio porque expresa una desorientación común y radical a la que hay que dar respuesta. Por eso, llevo años defendiendo un conservadurismo de izquierdas.

Recuerdo que Rajoy huyó a un bar durante su moción de censura (2018) y que Puigdemont había hecho lo propio (en 2017) mientras se emitía su mensaje contra el 155. ¿Es eso lo que tenemos de veras en nuestra alma común: los bares?

Hace unos años escribí un texto en el que decía que, si bien no se puede ir de Cádiz a Donosti de árbol en árbol, sí se puede ir de bar en bar, de tal manera que el bar es el mínimo y máximo denominador común de eso que llamamos España. No existen bares en otros lugares del mundo. Gerald Brenan los consideraba “el ágora de los españoles” y confiaba en ellos para evitar la dictadura.

Franco demostró que no sirven para eso, pero sí han sido refugio e inversión en los períodos de crisis: la maldición de una España desindustrializada y desruralizada, la bendición de una España desindustrializada y desruralizada. Para saber lo que da de sí un bar, como encrucijada de vidas individuales, luchas colectivas y decisiones políticas estructurales, es necesario -indispensable- ver El año del descubrimiento, de Luis López Carrasco.

¿O es todo esto falso y “si no se cambian los tópicos, no se cambia nada”? ¿Hemos cambiado de tópicos?

Ese es el título de uno de los capítulos del libro en el que defiendo los tópicos como “istmos” entre la realidad y la ficción. Ningún tópico resume la realidad y, como son también construcciones exteriores interesadas, a veces la rodean o manipulan. Si no puede decirse que un país no ha cambiado porque no han cambiado sus tópicos, sí puede decirse, al revés, que si han cambiado los tópicos es porque ese país ha experimentado grandes cambios.

España era un país machista, violento, solemne, ultracatólico, fanático, cerrado, primitivo e inculto. Hoy es el país menos homófobo, el menos racista, el menos machista del mundo, el más divertido, el más apetecido para los becarios Erasmus. Ni la España del pasado ni la del presente están del todo descritas en estos tópicos. Por debajo de los primeros operaron siempre fuerzas de cambio que fueron sistemáticamente derrotadas. Por debajo de los segundos zapan de nuevo las fuerzas reaccionarias que ya triunfaron en el pasado. Tengamos cuidado.

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