Todos los poemas de Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932- Gandía, 2021) son, de alguna manera, el mismo poema. Un poema largo que ha durado toda una vida. Un poema exhausto, nostálgico, agónico: el poema del niño incomprendido que, al crecer, se siente desterrado del paraíso. El autor valenciano ha fallecido este jueves en el  hospital Francesc de Borja donde tuvo que ser ingresado para ser intervenido quirúrgicamente.

El poema esponjoso del adulto incapaz de sentirse cómodo ya en algún sitio. Los deslumbramientos que sublimaron a Brines se dieron, sin excepción, en la infancia: ahí los destellos importantes, ahí los atardeceres más rojos, ahí el primer amor, ancho, húmedo e imbatible, como el día que uno ve por primera vez el mar.

Eso es lo que le interesaba a Brines: enamorarse como antes, dijo en alguna ocasión, como cuando uno se siente inmortal de puro niño inconsciente y aún no conoce los peligros del amor: el resto del tiempo nos lo pasamos, aseguraba, queriendo enamorarnos y no queriéndolo a la vez. Cobardes.

Todo lo que le interesaba a Francisco de la vida se quedó allí, en esos años de crianza en Elca -su casa, su refugio natal y poético en Valencia-, que ya casi equivalía a un Macondo. Lo que vino después fue más bien doloroso, más bien previsible, más bien ingrato: sencillamente, la vida del hombre. Pero como el poeta se caracterizaba -según el recién galardonado Premio Cervantes 2020- por una incombustible capacidad de asombro, él siguió dejándose embaucar por ciertas cosas bellas de la vida. La carne en flor, las puestas de sol, las charlas hondas, la lectura. Los pájaros y las grandes preguntas. Las noches con estrellas. Ese silencio. 

Su educación sentimental venía de Juan Ramón Jiménez. Su sentido ético, de Cernuda, donde dice que está todo. Kavafis es otro de sus padres secretos. Su gran pilar, no obstante, fue su verdadero progenitor, que era  "un hombre de acción, exportador de naranjas, comerciante", pero que siempre apoyó con cariño la pasión del hijo por la poesía, aunque no la entendía, aunque apenas le interesara. Él agradecía, con los ojos emborronadillos, aquella extraña libertad. 

Francisco Brines amaba la tauromaquia. Su estética, su fuerza. Creía que los que buscan su abolición "son tontos". Que "La Fiesta" -como le gusta llamarla- es el espectáculo más bello y perfecto que han creado los españolitos. Decía que allá en la plaza a ratos da la sensación de que el tiempo se ha detenido. También hablaba con naturalidad en su obra sobre el amor homosexual, pese a que el pudor -reconoció más tarde- le hizo guardar ciertos poemas eróticos. Porque era muy tímido. Porque entonces podían parecer "escandalosos" y él no quería "agredir" a nadie.

Digamos entonces que Brines era homosexual "pero no muy gay", como ha dicho Luis Antonio de Villena. Es decir, poco activista. Era más bien un hombre elegíaco. Intimista. Lo encuadraron en la generación del cincuenta, pero, al contrario que la mayoría de sus integrantes, él nunca cultivó la poesía social porque le parecía "previsible" y "testimonial". A él le interesaba la poesía como revelación, como desvelamiento, como iluminación. En 2001 fue nombrado miembro de la RAE, ocupando el sillón X, aunque luego apenas la pisaba. 

“Yo soy ahora el perro que no ha muerto/ y soy también el miedo de Cristo abandonado", ha escrito. Y también: "Ahora acerco tu rostro hasta mi boca, / y quiero que mi vida y tu historia concluyan bruscamente. / Y así existe el poema, no fue escrito por nadie". Aquí algunos de sus mejores poemas. 

1. El regreso del mundo

Abrir los ojos, después de que la noche

recluyera los astros en su amplia cueva rasa,

y ver, tras del cristal,

ya visibles los pájaros

en el fanal aún pálido del sol,

moviéndose en las ramas.

Y cantos que hacen mía la bóveda del aire.

Y sentir que aún me late en el pecho

el corazón del niño aquel,

y amar, en la mañana, la vida que pasó,

y esta maga sorpresa

de amar aún el mundo en la mañana.

Y en el nombre del mar, que está lejano

y azul, siempre tendido

desde el remoto amanecer del mundo,

persignarme la frente, luego el pecho,

los delicados hombros que ahora rozo,

y besar, con los labios del niño rescatado,

este mundo tan viejo,

que hoy no alcanzo a saber

por qué, si el amor no se ha muerto,

me quiere abandonar.

2. Amor en Agriento 

Es la hora del regreso de las cosas,

cuando el campo y el mar se cubren de una sombra lenta

y los templos se desvanecen, foscos, en el espacio;

tiemblan mis pasos en esta isla misteriosa.

Yo te recuerdo, con más hermosura tú

que las divinidades que aquí fueron adoradas;

con más espíritu tú, pues que vives.

Hay una angustia en el corazón

porque te ama,

y estas viejas columnas nada explican:

Unos ardientes ojos, cierta vez, miraron esta tierra

y descubrieron orígenes diversos en las cosas,

y advirtieron que espíritus opuestos los enlazaban

para que hubiese cambio, y así explicar la vida.

Esta tarde, con los ojos profundos, he descubierto la intimidad

del mundo:

Con sólo aquel principio, el que albergaba el pecho,

extendí la mirada sobre el valle;

mas pide el universo para existir el odio y el dolor,

pues al mirar el movimiento creado de las cosas

las vi que, en un momento, se extinguían,

y en las cosas el hombre.

La ciudad, elevada, se ha encendido,

y oyen los vivos largos ladridos por el campo:

éste es el tránsito de la muerte, confundiéndose con la vida.

Estas piedras más nobles, que sólo el tiempo las tocara,

no han alcanzado aún el esplendor de tu cabello

y ellas, más lentas, sufren también el paso inexorable.

Yo sé por ti que vivo en desmesura,

y este fuerte dolor de la existencia

humilla al pensamiento.

Hoy repugna al espíritu

tanta belleza misteriosa, tanto reposo dulce, tanto engaño.

Esta ciudad será un bello lugar para esperar la nada

si el corazón alienta ya con frío,

contemplar la caída de los días,

desvanecer la carne.

Mas hoy, junto a los templos de los dioses,

miro caer en tierra el negro cielo

y siento que es mi vida quien aturde a la muerte.

3. Aquel verano de mi juventud

Y qué es lo que quedó de aquel viejo verano

en las costas de Grecia?

¿Qué resta en mí del único verano de mi vida?

Si pudiera elegir de todo lo vivido

algún lugar, y el tiempo que lo ata,

su milagrosa compañía me arrastra allí,

en donde ser feliz era la natural razón de estar con vida.

Perdura la experiencia, como un cuarto cerrado de la infancia;

no queda ya el recuerdo de días sucesivos

en esta sucesión mediocre de los años.

Hoy vivo esta carencia,

y apuro del engaño algún rescate

que me permita aún mirar el mundo

con amor necesario;

y así saberme digno del sueño de la vida.

De cuanto fue ventura, de aquel sitio de dicha,

saqueo avaramente

siempre una misma imagen:

sus cabellos movidos por el aire,

y la mirada fija dentro del mar.

Tan sólo ese momento indiferente.

Sellada en él, la vida.

4. Causa del amor

Cuando me han preguntado la causa de mi amor

yo nunca he respondido: Ya conocéis su gran belleza.

(Y aún es posible que existan rostros más hermosos.)

Ni tampoco he descrito las cualidades ciertas de su espíritu

que siempre me mostraba en sus costumbres,

o en la disposición para el silencio o la sonrisa

según lo demandara mi secreto.

Eran cosas del alma, y nada dije de ella.

(Y aún debiera añadir que he conocido almas superiores.)

La verdad de mi amor ahora la sé:

vencía su presencia la imperfección del hombre,

pues es atroz pensar

que no se corresponden en nosotros los cuerpos con las almas,

y así ciegan los cuerpos la gracia del espíritu,

su claridad, la dolorida flor de la experiencia,

la bondad misma.

Importantes sucesos que nunca descubrimos,

o descubrimos tarde.

Mienten los cuerpos, otras veces, un airoso calor,

movida luz, honda frescura;

y el daño nos descubre su seca falsedad.

La verdad de mi amor sabedla ahora:

la materia y el soplo se unieron en su vida

como la luz que posa en el espejo

(era pequeña luz, espejo diminuto);

era azarosa creación perfecta.

Un ser en orden crecía junto a mí,

y mi desorden serenaba.

Amé su limitada perfección.

5. Con quién haré el amor

En este vaso de ginebra bebo

los tapiados minutos de la noche,

la aridez de la música, y el ácido

deseo de la carne. Sólo existe,

donde el hielo se ausenta, cristalino

licor y miedo de la soledad.

Esta noche no habrá la mercenaria

compañía, ni gestos de aparente

calor en un tibio deseo. Lejos

está mi casa hoy, llegaré a ella

en la desierta luz de madrugada,

desnudaré mi cuerpo, y en las sombras

he de yacer con el estéril tiempo.

Vuelve la hora feliz. Y es que no hay nada

sino la luz que cae en la ciudad

antes de irse la tarde,

el silencio en la casa y, sin pasado

ni tampoco futuro, yo.

Mi carne, que ha vivido en el tiempo

y lo sabe en cenizas, no ha ardido aún

hasta la consunción de la propia ceniza,

y estoy en paz con todo lo que olvido

y agradezco olvidar.

En paz también con todo lo que amé

y que quiero olvidado.

Volvió la hora feliz.

Que arribe al menos

al puerto iluminado de la noche.

6. El porqué de las palabras 

No tuve amor a las palabras;

si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,

fue por necesidad de no perder la vida,

y envejecer con algo de memoria

y alguna claridad.

Así uní las palabras para quemar la noche,

hacer un falso día hermoso,

y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.

Y sólo atesoré miseria,

suspendido el placer para experimentar una desdicha nueva,

besé en todos los labios posada la ceniza,

y fui capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna

del hombre.

Hay en mi tosca taza un divino licor

que apuro y que renuevo;

desasosiega, y es

remordimiento;

tengo por concubina a la virtud.

No tuve amor a las palabras,

¿cómo tener amor a vagos signos

cuyo desvelamiento era tan sólo

despertar la piedad del hombre para consigo mismo?

En el aprendizaje del oficio se logran resultados:

llegué a saber que era idéntico el peso del acto que resulta de

lenta reflexión y el gratuito,

y es fácil desprenderse de la vida, o no estimarla,

pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma dicha.

Debí amar las palabras;

por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:

el mar, el firmamento,

un goce o un dolor que al instante morían;

y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.

Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:

ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,

pues todo lo contiene su deseo.

Las palabras separan de las cosas

la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,

y recogen los velos de la sombra

en la noche y los huecos;

mas no supieron separar la lágrima y la risa,

pues eran una sola verdad,

y valieron igual sonrisa, indiferencia.

Todo son gestos, muertes, son residuos.

Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,

repta en la noche fosca,

abre su boca seca, y está mudo.

Noticias relacionadas