Félix Ovejero (Barcelona, 1957) es doctor en Ciencias Económicas por la Universidad de Barcelona, en la que es profesor titular de Economía, Ética y Ciencias Sociales desde 1987. El columnista y escritor, además, es uno de los intelectuales que más finamente ha hilvanado reflexiones sobre esa izquierda con la que él se identifica: la ha defendido larga, concienzuda y honestamente -sin trampas ni autocomplacencia- y, además, la ha criticado desde dentro, afeándole ciertas derivas reaccionarias -ahí sus coqueteos con las identidades, con la tradición; su crítica incondicional a la globalización, etc-. 

Ovejero está lejos de la religión y cerca de la ciencia; es sordo a los nacionalismos y apoya la renta mínima universal "porque no está subordinada a mecanismos clientelares y estigmatizadores", como explicará más adelante. En esta entrevista, en la que se muestra amable pero firme, reflexiona sobre la cultura como atajo para frívolos, sobre la recuperación de la izquierda de las palabras sencillas y dignas -como "España", no "Estado español"-, sobre la pertinencia -o no- de los escraches, sobre los tics autoritarios del Gobierno y sobre el mundo que se nos viene después de la pandemia, con urgencias, con miserias y con la experiencia de la muerte del deseo. Casi budistas por obligación. 

El discurso de Ovejero es fresco y exigente, no se enquista en sentimentalismos propios ni en juicios morales hacia el otro, hacia el ciudadano de derechas -del que no presupone deshonestidad ni venta al capital-: él es de izquierdas, pero, como diría Camus, "si me pareciera que la verdad está en la derecha, estaría allí". El sentido último del debate democrático, subraya, es corregir los juicios a la luz de las mejores razones. Aquí vienen unas pocas. 

¿Qué ha aprendido de usted mismo en este encierro? ¿Y de los demás -del ser humano, en sentido profundo-?

No me ha cambiado mucho la vida. Me paso la vida solo por oficio y vocación. Ahí no hay mucho que descubrir. No salir de casa no es un problema. No salir de Cataluña es el problema, es una sociedad asfixiante… si pudiera teletransportarme…

¿Por qué no se muda, por qué no se va de allí?

Uno está instalado en una economía de afectos, unas cuantas lealtades, entre ellas con la libertad... y es mi paisaje, coño (ríe). Vivo con cierta perplejidad, como quien asiste fascinado a la voladura de un edificio, al hundimiento de un mundo. Afortunadamente, uno puede salir de aquí de vez en cuando, pero yo, como tantos otros catalanes, vengo de una familia muy pobre que vino aquí a trabajar. Vine a parar aquí. Nací en Cataluña.

¿Cuál es el pensamiento más extraño que le ha asaltado estos días?

Pensamientos extravagantes, muchos. Tengo un promedio alto. Pero si son míos, no son extraños, por definición. Mis extravagancias no las paseo públicamente hasta que no las razono por escrito, así que no puedo compartirlas hasta entonces.

¿Qué es el mundo interior, cómo se cultiva? ¿Realmente puede la cultura salvarnos de algo o se ha depositado demasiada responsabilidad en ella?

Yo tengo muchas cautelas respecto al mundo de la cultura. Escribí un ensayo, El compromiso del creador, sobre la falta de fiabilidad  de los intelectuales. Creo que, salvo en la buena ciencia, falta afán de verdad. No por la falta de calidad moral de los protagonistas, sino por la turbiedad de las reglas del juego. Lo malo es que a veces no sólo juegan con palabras, sino con vidas.

Estoy leyendo ahora cosas sobre la Europa de los años veinte y el papel que jugaron los intelectuales en el comunismo primitivo y en el fascismo explícito. Pienso en Toller en la República de Baviera o en D’Annunzio en Italia. O los intelectuales falangistas en España que llevaron a la gente a líos muy gordos. Soy cauteloso con la cultura, tengo la impresión de que hay un exceso de frivolidad. Lo contó como nadie Ferlosio hace unos treinta años. 

Respecto al mundo interior… bueno, estamos instalados en él. “Yo pienso por dentro”, dice uno. Coño, ¿por dónde vas a pensar? Por lo demás, cuando la vida se complica, se buscan reglas sencillas y rápidas de aplicar, lo básico. Se impone el principio de realidad. Pensando en versiones más extremas, como los campos de concentración… en fin, las reacciones no están para honduras, sino para urgencias.

“Para los desgraciados, todos los días son martes”, cantaban las Vainica Doble. ¿Cómo cree que afectará esta situación a nuestra concepción del tiempo, del trabajo y del placer?

Las clases sociales son la clave interpretativa básica. Hay resultados abrumadores, desoladores, respecto a los efectos de pandemia. Leí un artículo en el New York Times sobre los barrios ricos y los pobres, y sobre cómo va a afectar muy especialmente a estos últimos.

En los próximos meses, para el lujo, o mejor dicho, para los placeres, la mayoría va a tener poco tiempo. De grado o de fuerza, cuando se imponga la miseria,  nos vamos a volver budistas. Lo de la extinción del deseo no será una opción. También es verdad que nuestra capacidad de olvido nos hace patéticamente previsibles. 

Basta con ver cómo, después de la crisis del 2008, hemos vuelto a los mismos errores. No se aprende. No se sedimentan los dramas en la memoria, seguramente por necesidades psicológicas, para dotar de sentido las mentiras que apuntalan nuestras vidas. 

¿Cree que los ciudadanos españoles han mostrado responsabilidad individual? ¿Qué valor le da a ésta?

No creo en las identidades nacionales, no creo que exista algo que sea “ser español”. Los mimbres humanos aquí y allá, en general, son los mismos: emociones, intereses, razones. Se van a producir encanallamientos cotidianos y lo deseable es que se encaucen institucionalmente, aunque me contentaría con que no se azucen desde las instituciones. De todos modos, me parecen delirantes las extrapolaciones de la guerra civil, porque uno mira el debate norteamericano y ¡tela! La polarización política es común. Aquí como en todas partes. 

Mire usted cómo está el espíritu del barrio de Salamanca… decían algunos que de ésta íbamos a salir más unidos. ¿Cree que empezará a estar mejor vista la palabra ‘España’ o que esta crisis sólo reforzará la sensación de agrietamiento colectivo?

He escrito un montón de libros defendiendo a la izquierda y cada vez me parece más imbécil su trato alérgico hacia la palabra ‘España’. Le reprocha a la derecha que se apropia una bandera que no tiene interés ninguno en disputarle... Al final la bandera constitucional significa reconocerse en la misma comunidad de ciudadanos.

Es un espacio compartido donde nos aseguramos derechos y libertades. La izquierda -y esto lo ha inoculado el nacionalismo- parte de una mentira fundante de que “España” significa “franquismo”. Una mentira inoculada por los nacionalistas, muchos de los cuales se beneficiaron mucho de la dictadura, entre otras cosas mediante mercados cautivos y trabajadores sin derechos.

Sería deseable modificar esto. Sería deseable cambiar esa disposición a expulsar de la comunidad política a esos otros de los cuales discrepamos. Para empezar, recuperar la palabra “España”. Y la izquierda debe recuperar machadianamente un trato natural con las palabras del pueblo: la dignidad de las palabras sencillas. Estas palabras tan huecas, tan infladas, como “Estado español”… por favor, ‘España’ se dice con naturalidad, no hay las temperaturas del “estado español”. Como cuando los nacionalistas vascos dicen “queremos que vengan personas del Estado español”. ¿Se refieren a los funcionarios? ¿A la guardia civil?

Entonces, ¿cuál cree usted que sería la respuesta pertinente de la izquierda frente a estas caceroladas, frente a esta rebelión de las clases altas?

Primero, la izquierda debe asegurar el derecho a la manifestación si se respetan las condiciones de salud pública mínimas, que se encuentran en Barcelona, por ejemplo, en un paseo a las ocho de la tarde, cuando se han relajado las cosas. No tengo muy claro que se trate de una revolución de las clases altas.

No sé el sentido preciso de la rebelión, pero me parece que no era por rebajas en los impuestos. En todo caso, puedo estar en desacuerdo con el contenido, pero no con el ejercicio del derecho. Con lo que sí estoy en desacuerdo es con las contramanifestaciones, que lo que quieren es impedir el ejercicio de un derecho. 

Hay pocas cosas que yo deteste más que el nacionalismo, como puedes suponer, pero no creo que tenga que ir yo a manifestarme contra ellos. Hay un derecho que les asegura eso, y yo criticaré los contenidos de su manifestación ideológicamente, pero no se puede impedir el ejercicio de una libertad.

En este caso la problemática no es tanto de libertad de expresión como de desafío a las medidas de higiene y distancia social que nos protegen a todos.

Cierto, y ese es uno de los problemas. Se ha utilizado discrecionalmente el Estado de Alarma para hacer un uso del poder que en términos teóricos llamaríamos despótico. Ahora la policía se pone a investigar quién está detrás de las manifestaciones, como hacía McCarthy con los comunistas. El Estado no está para eso. Esto es una democracia y estas manifestaciones forman parte del ruido, sórdido, quizá, pero el ruido de la vida. Dentro de Europa, hemos sido el país más coartado durante esta epidemia.

Entonces entiende usted que reformando otras leyes, como la de seguridad ciudadana, se garantizarían mejor los derechos de la población a la vez que su protección.

Yo no conozco la técnica jurídica, pero me parecería razonable un control parlamentario continuo, que es la exigencia de explicaciones. Pero estamos en un momento en el que la crítica al Gobierno se entiende como una deslealtad, cuando precisamente es tu compromiso con tu país lo que te lleva a criticar.

Ahora criticar al Gobierno es un acto franquista. No, mire, no: esto no es contra España, es contra una gestión política que se juzga equivocada. Ese es el espacio compartido del debate político: entender que el de enfrente no es deshonesto, sino que tiene una idea equivocada que yo trato de corregir a través de mi crítica.

¿Qué es un escrache? ¿Es “jarabe democrático”, como decía Iglesias no hace tanto? ¿Es, en alguna ocasión, legítimo?

Pablo Iglesias es un ignorante palabrero. Perdón por la arrogancia, pero llevo mucho tiempo elaborando las ideas que él maltrata o manipula. Entre las mejores formulaciones, el escrache es un intento de hacer oír su voz por parte de los que generalmente no tienen la posibilidad de expresarla. Y, por supuesto, siempre que se respete la dignidad del destinatario. En una sociedad razonablemente democrática, con cauces de participación fluidos, debería ser innecesario.

Pero no nos engañemos, también es una estrategia de intimidación gansteril. Y no hay nada más antirrepublicano que el miedo como arma política. Si hay miedo, no hay libertad. El escrache está permitido por la ley, si no hay amenazas o coacciones. Me puede gustar más o menos, pero forma parte del juego democrático. Hay muchas cosas que me parecen mal pero son legales. Puedo juzgarlas políticamente pero no jurídicamente. Lo que es indecente, por inconsistente, es criticar lo que tú has hecho de la peor y más obscena manera, gritando en la oreja a Cifuentes… un poco de Kant, por favor. 

Todos recordamos aquella fotografía.

Exacto. El escrache a Ábalos, con unas cuantas personas en la puerta de su casa, con su pancartilla… parece una de estas protestas del cine frente a la Casa Blanca, ¿no? No es equivalente, es evidente. No sé si el escrache revela las insuficiencias de la democracia: quizás la gente siente que no tiene tantas ocasiones para expresarse. Eso lo entiendo. Lo que no entiendo es a quienes los instrumentalizan políticamente. En una dictadura, el escrache está justificado. En una democracia plena, el ciudadano tiene la ocasión de debatir genuinamente y no es necesario. 

¿Cómo valora el llamado “impuesto para ricos”? ¿Y la renta mínima?

Estoy a favor de los impuestos altamente redistributivos. Los impuestos nunca son “confiscatorios”, eso es una trampa de las palabras. No es como si hubiera unos ingresos anuales naturales y luego viniera el Estado y los robara, no. Lo que yo ingreso en el mercado también está regido por un marco institucional. No hay ningún impuesto que sea confiscatorio, esto es de orden general. No hay razones morales, ni técnicas, en contra una fiscalidad progresiva, redistributiva, consagrada en la Constitución, por cierto.

Es la tesis de Piketty, acaso discutible en algún detalle, pero fuera de duda en lo esencial: presiones fiscales más justas perfectamente compatible con el crecimiento y el progreso técnico. Sucedió en Estados unidos, sin ir más lejos, Incluso en los años de la paronoia anticomunista...

Ahora bien: me temo que el impuesto para ricos del que habla Iglesias, para lo que se nos viene encima, es el chocolate del loro. Nos tendremos que enfrentar a unos impuestos que vamos a tener que pagar entre todos. Y no olvidemos que las partidas importantes son los gastos sociales, la sanidad o las pensiones. Son las que se comen una parte importante del presupuesto y a la deuda no podemos seguir jugando, porque es un modo de injusticia intergeneracional. Se las estamos legando a las generaciones futuras, que no están tomando estas decisiones que les afecta.

En cuanto a la renta mínima, yo introduje el primer texto sobre la renta básica en España. La renta básica tiene un vínculo inmediato con la idea republicana de libertad, de dar autonomía para decidir sin chantajes la propia vida. Eso sí, la renta básica es incondicional, es de por vida y es interesante, entre otras razones, porque no está subordinada a mecanismos clientelares y estigmatizadores.

La mayor parte de las ayudas propician la estigmatización de sus receptores, que  aparecen como parásitos por recibir algo de la sociedad, por ser un desgraciado, ¿no? La renta básica es universal, no tiene que investigar ni reclamar información de cada uno de los individuos y de sus particulares circunstancias, esas que, exhibidas, propician el estigma de parásito mendigo: “No, yo soy una señora con tres niños; yo soy lo otro…”. Es complicado colocarte en esa posición. Un tipo con renta básica no tiene razones para no trabajar.

Decía Escohotado el otro día, hablando de este mismo tema, que la renta básica es equivalente a terminar los estudios y a jubilarte enseguida, sin riesgo, sin aventura, sin que el sujeto tenga intención de mejorar y hacerse respetable para sus vecinos.

Cuando nacimos, nos encontramos con que desembarcábamos en un mundo con un montón de cosas que habían levantado generaciones pasadas y que no eran el resultado de nuestra contribución. Sobre todo en Occidente. Y disfrutamos de ellas. Disfrutamos del bien público. La gente no deja de trabajar por tener una renta básica, no es un acicate para no dar un palo al agua, no provoca un “efecto sustitución”.

No es “no voy a buscar trabajo porque estoy cobrando el paro”. Lo que sucede es que trabajos que son particularmente humillantes o están terriblemente mal pagados y que sólo coges porque estás muy jodido, mejorarán sus condiciones. Con la renta básica no acabas sometido a la “jurisdicción del hambre”, que decía Cervantes. Ese trabajo se va a tener que se va a pagar mejor, o no va a haber nadie que por defecto lo coja.

Ha tratado usted hondamente la deriva reaccionaria de la izquierda. ¿Está de acuerdo con los que le afean al Gobierno tics autoritarios en la gestión de esta crisis, más allá de la prolongación del Estado de Alarma que ya hemos comentado?

Bueno, en mi libro me refería a otras cosas, como la mirada sospechosa sobre la ciencia y la globalización, la complicidad con las religiones, con las identidades, los nacionalismos, las tradiciones, etc., que contravienen punto por punto el manifiesto comunista. Pero sí hay aquí un componente autoritario nuevo, ya visible antes de la pandemia. La idea de la ocupación del poder, sin que nada escape... la ministra Delgado en la Fiscalía, la desaparición de controles en la televisión, Marlaska fabricando informes policiales, el CIS de Tezanos.

Estas maneras se ven avaladas por la superioridad moral de la izquierda. Puesto que mis fines son mejores, cualquier proceder es bueno. Pero una cosa es creer que las ideas de uno son mejores, cosa que nos sucede a todos -de otro modo, tendríamos otras-, y otra bien distinta es creer que nosotros, los de izquierda, tenemos un trato honesto con nuestras ideas que la derecha no tiene con las suyas. Si asume que el tipo de derechas es una mala persona, que miente siempre, que está vendido al capital, no cabe el debate, no hay lugar discrepancia razonable.

Yo soy de izquierdas pero, como diría Camus, "si me pareciera que la verdad está en la derecha, estaría allí". Ese es el sentido último del debate democrático, corregir los juicios a la luz de las mejores razones.

¿Cómo se explica usted que España sea, después de Bélgica, el país con más tasa de muertos por habitante por coronavirus? ¿Cuáles son los principales errores que observa en la gestión de esta crisis por parte del Gobierno?

En la gestión política del coronavirus tenemos tres dimensiones: libertad, economía -no podemos quedarnos encerrados permanentemente, nos va a afectar a medio plazo, especialmente a los más pobres, a los pensionistas, para empezar- y salud. En los tres puntos, España está dando los peores valores del mundo. En cuanto a parámetros de libertades, los estudios ya nos colocan a la altura de Hungría. Hemos caído en picado. La gestión de la economía es una catástrofe.

Y en salud, ya conocemos los resultados. ¿Por qué ha sucedido? Por la torpeza de gestión del Gobierno. El Gobierno nos ha engañado. Se ha visto con lo de las mascarillas. Apelaban a razones científicas cuando lo que no habían tenido es capacidad de previsión.

Por otra parte, el estado de las autonomías no es el mejor modelo para abordar un reto que requiere coordinación y economías de escala. Si tú te vinieras a vivir a Cataluña, aquí no tendríamos tu historial clínico. ¿Cómo intervenir si no tenemos un buen mapa de la situación? En el caso de China ha pasado algo parecido. Es mentira que el Gobierno chino persiguiera al oftalmólogo que denunció tan pronto el problema. Fue el gobierno de Wuhan quien le persiguió y ocultó la información al propio gobierno chino, que hasta ha homenajeado al hombre. Leí en The Guardian una noticia extraordinaria, y es que un funcionario chino del Gobierno central se ha tirado en paracaídas en Wuhan porque no se fían. Un 155 aerotransportado.

¿Cree usted que esta crisis pueda ser un duro golpe contra el capitalismo -algunos hablan incluso de revisar el modelo- o sólo un refuerzo?

Si me dieran un euro por cada vez que alguien ha anticipado el fin del capitalismo… imagínate, en 2008 hasta el propio Sarkozy dijo que había que reformar el capitalismo, que esto no podía seguir así. La presencia del Estado es necesaria, eso está claro. Los liberales primitivos nos dicen que no, que el Estado no tiene que intervenir, pero con la otra mano piden ayudas para que las empresas no se hundan. La mano invisible, que resuelve muchas cosas, en otras nos mete en líos gordos, muy gordos. En el capitalismo hay mucha planificación. Las grandes empresas, internamente, son un ejemplo de autoritarismo, de control y planificación. Y funcionan, por cierto.

El Estado de Derecho es un acto de ingeniería política, de producción de leyes para desencadenar los resultados deseados. Por supuesto, se va a necesitar una mayor presencia del Estado. El combate de las epidemias requiere información, aislar poblaciones, cerrar fronteras, control de precios de productos básicos, al menos durante un tiempo. Y, para lo que viene, dinero para empresas y asistencia. Qué son los Bancos Centrales sino intervención pública y planificada. En todo caso, como siempre en la vida,  no hay que confundir lo deseable con lo que va a suceder. La historia es el ruido y la furia.

Obviamente sería deseable un mecanismo de coordinación, de anticipación a las pandemias, y eso es improbable que se produzca espótaneamente. Para bien o para mal, el capitalismo es miope. Nadie vive hoy de los beneficios de resolver los problemas que acaso aparecerán en cinco años. Y eso incluye buena parte de la investigación tecnocientífica.  El capitalismo tiene un enorme potencial creativo, como nos recordó Marx, pero también destructivo. No por una maldad esencial, sino porque es una historia sin guion. De pronto te descubres en una vereda que es el resultado de la acción de todos pero no es la voluntad de nadie.

Pero, en fin, seamos prudentes en el género especulativo. Te confieso que me produce salpullido el género de las especulaciones sobre el curso del mundo, por lo general ayunas de teoría social seria. Todo eso de la sociedad líquida, riesgo, en red, compleja…me parece un bla, bla, sostenido en unas cadenas de plausibilidad que se escamotean: esto lleva a aquello, que lleva a lo de más allá... Narraciones especulativas sin gracia literaria, as-if story que dicen los anglos. Como son predicciones sin plazo, nadie les echará las cuentas.

Una canción,una película y un libro para resistir en (lo que nos queda) de cuarentena.

Una película: cualquiera de la crisis de 2008. Demasiado grande para caer, Too big, to fail, contaba cosas muy interesantes que se han repetido ahora. Una ciudadanía que no se daba cuenta del apocalipsis que le venía encima, el sálvese quien pueda de los poderes privados y también la densidad de las decisiones políticas, de los gestores políticos, a los cuales no envidio, aunque me parezcan torpes.

Libro: Naturalmente, cualquiera de los diarios de Trapiello, pero eso siempre. Más en particular Un tiempo para callar, de Patrick Leigh Fermor, que hace un recorrido por abadías y conventos en Grecia, por comunidades religiosas entregadas al voto de silencio, a la reclusión y la vida contemplativa. Ayuda a explorar la basurilla del alma, de la que hablaba Mafalda. ¿Y la cosa musical? Bueno, estoy escuchando, por mero azar, el cancionero de la Sablonara, buena poesía y buena música,  del XVII, un doble CD de Vandalia y Ars Atlántica.

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