Marta Sanz es una escritora fundamental para este país, aunque a veces este país no lo sepa, o más bien finja que no se acuerda: ya sabemos de su mala memoria interesada. Ya sabemos que, cuando duele, prefiere hacerse el loco. Pero da igual: Sanz es ácida, brillante, cruda, necesariamente desagradable. Es quien hurga en la herida. Es también quien la deja respirar para que se cosa al viento. Es una mujer feminista y de izquierdas, una ciudadana que transpira ética, política, férreos valores -mientras a ratos exige su derecho a la duda, con lo poco de moda que está eso-. Es una autora que piensa a través de la lengua, una intelectual en pugna constante contra el amarillismo, contra el eslógan, contra la cultura del espectáculo. También -hay que decirlo- contra la filosofía de la revancha y del colmillo afilado que sólo sirve cuando sangra.

Con este libro, pequeñas mujeres rojas (Anagrama), cierra su trilogía negra de Arturo Zarko tras Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás. Aquí indaga en los desaparecidos del franquismo, en los feminicidios y en la violencia ejercida contra el cuerpo de las mujeres -entre otros abismos y pánicos- sin olvidar en ningún instante ser “profundamente literaria”, porque ella cree que el estilo es político.

“Yo quiero sugerirles a los lectores y a las lectoras que lean despacio. Que lean con conciencia. Que lean por debajo de la epidermis de la palabra, donde hay montones de estratos, de connotaciones y de significados ocultos”, cuenta a este periódico. “De alguna manera, eso nos sirve no sólo para construir conciencia crítica, sino para entender que cuando hablamos del pasado no hablamos de lugares exóticos. En el fondo vemos cómo se proyecta en el presente”, reflexiona.

Y continúa: “Esto no es una novela sobre la Guerra Civil, o no sólo: es una novela que habla de ese ADN siniestro que se puede volver a reproducir en una sociedad futura y distópica… o incluso que puede volver a reproducirse en este momento, porque no hemos hecho bien nuestros deberes con la memoria”. Sanz está convencida de que la violencia íntima que se ejerce contra las mujeres está estrechamente relacionada con la violencia pública. Recuerden aquello que decía Kate Millet: lo personal es político.

“Todos los desprecios, las palizas denunciadas todos los días y que nos sobrecogen… todo eso se relaciona con un desprecio a la mujer en el ámbito público, en una sociedad capitalista que coloca a la mujer siempre en desventaja. Nuestras tasas de paro, nuestro riesgo de precarización… y yo creo que en ese sentido, hay determinados ámbitos, ¿cómo decirlo?, de las estructuras franquistas y su patriarcado represivo que le cuadran muy bien a este nuevo capitalismo que nos precariza”. Por eso confía en el feminismo como en una nueva manera de mirar la realidad de arriba a abajo y de transformarla, empezando por ser conscientes de lo que “nuestro sistema tiene de perverso”. Aquí nuestra conversación con ella. 

¿El peor pecado de España es su desmemoria, o, mejor dicho, su mala memoria interesada?

En España seguramente tenemos muchos pecados y sobre muchos de ellos nunca he reflexionado, pero a la hora de escribir esta novela me ha importado mucho no la falta de memoria, sino la memoria mala, mala por tergiversada. Los bulos que surgen en torno a la memoria. Cuando yo empecé a escribir este libro, para mí era un objetivo prioritario, por una parte, hablar de la violencia que se ejercía contra los cuerpos de los vencidos y las vencidas, los desaparecidos en las cunetas… y vincular todo eso con el asunto de la violencia contra el cuerpo de las mujeres, específicamente.

Te interesa cómo representar esas violencias.

Justo. Porque en mi literatura la realidad ocupa un lugar muy importante, pero como pienso que la literatura no sólo representa la realidad, sino que también la construye, en casi todas mis novelas hay una reflexión sobre cómo los discursos literarios pueden resultar violentos o perturbadores en la medida en la que dulcifiquen situaciones terribles o puedan convertir, en este caso, la violencia contra el cuerpo de las mujeres en un momento de agrado o en un momento estético.

Cuando hablas de tu preocupación por esa mala memoria tergiversada, ¿a quién culpamos? Bien que durante el franquismo se instauró el relato ganador, pero, ¿quién continúa ahora con ese relato?

En este momento, estamos padeciendo los estragos de la renovación de un discurso muy rancio, de un discurso fascista, de un discurso que engaña a la gente porque supuestamente, luchando por los derechos de los más desfavorecidos, lo que están haciendo es mantener los privilegios de los de siempre. De los caciques. De la gente que siempre ha tenido dinero. Ese discurso se encarna muy bien en la ideología de Vox, que, precisamente, convierte la memoria democrática y la ideología de género en sus grandes demonios. Esa especie de neorreaccionarismo ideológico que nos conecta con la parte más detestable de nuestro ADN histórico y sintoniza con formas muy violentas del neoliberalismo. Me estoy refiriendo a esa visceralidad fascista que vemos en Trump o en Bolsonaro. Todo esto me resulta muy inquietante, incluso muy amenazante.

¿Crees, como Gil de Biedma, que ‘de todas las historias de la Historia la más triste sin duda es la de España, porque termina mal’?

(Ríe). Ese es un verso maravilloso, pero no creo que se pueda aplicar solamente a la Historia española. Creo que hay historias más desgraciadas incluso que la nuestra y creo que, pese a todo, tenemos que tener una actitud optimista hacia el futuro. Yo escribo libros desde una perspectiva pesimista, con ojo sucio, como si quisiera meter el dedo en la llaga, en la zona de la oscuridad, aunque lo haga con un ejercicio de humor o de optimismo tremendo… a pesar de eso confío en que la palabra literaria pueda servir a medio o largo plazo para alterar nuestros prejuicios, ampliar nuestra cosmovisión, quitarnos las orejeras… no comparto los eslóganes terroríficos, apocalpíticos. Creo que se pueden escribir cosas vitriólicas y corrosivas sin que sean terminales. Con sentido del humor.

¿Cómo combatir la desmemoria? ¿Realmente te fías, para ello, de nuestro sistema democrático?

Espero que sí, espero fiarme. Esa desmemoria se puede combatir desde la pedagogía, desde las escuelas, desde una concepción no espectacularizada de la historia, del periodismo y de la literatura. Esos tres ámbitos, esos tres procedimientos ayudarían a sentar las bases de la democracia de calidad que queremos.

¿Qué herencias franquistas observas en la sociedad española actual?

Que todavía no tenemos destrezas para un diálogo que no sea visceral, que no sea intolerante. Que todavía tenemos no micromachismos, sino macromachismos a gran escala, que es pura connivencia de las estructuras franquistas con una iglesia que impuso un nacionalcatolicismo especialmente represivo y estigmatizador de la sexualidad femenina y del cuerpo de las mujeres. Los periodistas tenéis muchísimo trabajo investigando de dónde procede una parte muy importante de los grandes capitales y del poder de la sociedad española.

Marta Sanz.

¿Dirías, en la era en la que se premia la equidistancia, que eres una escritora antisistema?

Es una pregunta muy buena, porque… yo no sé si la palabra antisistema es la que más me cuadra para mí. Soy una escritora tremendamente crítica y que considera que la literatura es el espacio donde resistir y donde rebelarte frente a las injusticias del mundo en el que vives. Pero luego, lo que me pasa a mí con la palabra “antisistema” es que creo que la usamos muy alegremente… yo creo que el capitalismo no es la mejor forma de reorganizar las sociedades, pero no soy partidaria de las revoluciones violentas. Estoy en ese punto.

Parece que si uno no cree en las revoluciones violentas pierde “pureza” a ojos de cierta izquierda.

Sí. Vivimos en un sistema político, económico y cultural en el que las personas de izquierdas siempre vamos a estar contracturadas. Siempre van a tener cosas que decirnos cuando adquirimos una postura dialogante: o eres un incoherente o eres un vendido. Nos abocan a un callejón. “Ah, que tú eres de izquierdas pero tienes una casa”.

Nos ha jodido.

Sí, nos ha jodido. Claro que tengo una casa y lucho porque tú también la tengas. Y también lucho porque los que tienen 350.000 casas paguen un impuesto de sucesión que les cruja (risas). Esa para mí es la base del discurso de Vox, un discurso tremendamente paternalista… y cuando uso esa palabra, la uso con todas sus consecuencias.

Dices que el estilo es político.

Sí, el estilo literario es profundamente político. Pero ocurre que a los que tenemos vocación política, o cívica, o ética, se nos dice que no sabemos escribir, o que no somos buenos estilistas, porque parece que la preocupación política ensucia el campo sagrado de la literatura. Mi compromiso es un doble compromiso: con la palabra y con la realidad desde la conciencia.

¿Por qué una pequeña mujer roja es siempre más despreciada que un gran hombre rojo?

Porque en general las mujeres son más despreciadas en todos los ámbitos. Las mujeres somos permanentemente reducidas a un estereotipo cultural confortable. Si sacamos un poco los pies del tiesto ya somos rápidamente brujas, o marisabidillas, o repelentes, o feas, o malas personas. Por no responder al estereotipo de mujer comedida en el que nos llevan construyendo tanto tiempo. Las mujeres en este momento tenemos mucho trabajo que hacer, en compañía de los hombres, por supuesto. Tenemos que colonizar los espacios públicos sin que se nos insulte, porque siempre parece que no nos corresponden. Y tenemos que reivindicarnos en una feminidad que también tiene que ver con el feminismo: una feminidad que prestigie lo que han sido los cuidados.

Por el hecho de ser una mujer que escribe libros y que se quiere comunicar a través de un discurso público de conversación comunitaria no significa que yo desprecie en absoluto a esa mujeres que forman parte de nuestras genealogías y que se han encargado de cuidarnos. En absoluto. Tenemos que seguir construyendo los relatos que están dentro de nosotras, el problema es cuando no podemos elegir. Estamos en la dinámica de luchar por nuestros derechos laborales y porque no se nos llame feas o marisabidillas por escribir un libro, y que ese impulso, al mismo tiempo, se coordine con medidas de conciliación que no nos hagan tener que trabajar el doble, dentro y fuera de casa, porque eso nos lleva a una ansiedad terrible, a una medicalización, a una patologización de los problemas… que no es individual, que es sistémica.

Quería conocer tu opinión sobre ese gran debate interno del feminismo: ¿abolicionismo o regulacionismo? Ya no sólo en la prostitución o en el porno, sino en esa idea de que las mujeres debemos explotar nuestro capital sexual, nuestro cuerpo, para subvertir presuntamente lo que el hombre ha querido hacer de nosotras. Por ejemplo, se ve mucho en las estéticas femeninas del trap, o en el discurso de Virgine Despentes.

En este ámbito me siento muy desconcertada: hay algo de lo que tenemos que intentar hablar y es del derecho a la duda. Yo soy una feminista que duda y, más allá de esa conciencia de la discriminación cotidiana que tiene que ver con los trabajos, con los feminicidios, etc, hay cuestiones particulares en las que no he llegado a una conclusión taxativa. En principio creo que todo lo que sea mercantilización del cuerpo de las mujeres me parece rechazable. Absolutamente rechazable. Pero, sin embargo, cuando las mujeres hacen uso de su cuerpo como elemento de combate para darle la vuelta al imaginario, e intentan no ser musas ni víctimas, sino aprovecharse de sus supuestos privilegios para girar la tortilla… a veces digo: “¡Ah!”. No sé, es un terreno farragoso.

El problema es cuando esa explotación no llega sólo de manos de terceros, sino cuando ellas mismas deciden autoexplotarse y dicen que lo hacen de forma voluntaria. Ahí: ¿qué hacer?

Hay algo de lo que hablo mucho en Clavícula y en Monstruas y centauras, y es buscar la reflexión sobre de dónde provienen nuestros deseos. Reflexionar sobre si, en su origen, nuestros deseos responden a las expectativas masculinas. Eso no lo dicen sólo las feministas radicales, sino un sociólogo como Pierre Bordieu. Cuando tengamos esa capacidad de introspección de entender por qué deseamos lo que deseamos… habremos ganado mucho territorio.

Yo escribo libros autobiográficos y voy buscando siempre mi propia semilla machista. Incluso dentro de mi voluntad expresa de feminismo… hay cosas que no puedo identificar del todo. Tenemos que ser muy autocríticas con lo que decimos, con cómo juzgamos a otras mujeres, con lo que queremos ser, con cómo queremos ser, y me refiero también al físico, a las cosas que no tienen que ver con la inteligencia sino con tu aspecto físico o tu apariencia… es un momento de crisis, de cambio, y es estupendo porque estamos hurgando en muchas cosas.