A veces el rock respira a través de los lugares más insospechados. Algunas noches sientes cómo se asfixia entre pubs y discotecas en las que siempre suena lo mismo y, de repente, doblas una esquina y te lo encuentras al fondo de un bar miserable, aguantando en pie, sobreviviendo. Otras veces te tropiezas con él en algún recodo del dial, perdido en lo más profundo de la onda media, arrinconado por el mainstream y la radiofórmula. La mayor parte del tiempo notas cómo se ahoga, cómo boquea en la orilla de docenas y docenas de festivales de música indie que se extienden a lo largo y ancho del país.

Es entonces cuando, en algún insospechado lugar del norte de Galicia, en una preciosa localidad costera de la provincia de Lugo, el rock encuentra al fin un agujero por el que respirar. Y cuando muchos lo daban por muerto, después de tres intensos días de válvulas y vatios, resucita.

La población de Viveiro es de aproximadamente unas 15.000 personas. Situada frente al Cantábrico, en lo más hondo del valle del río Landro, sobre la falla que da origen a la Terra Chá y flanqueada por la Serra do Xistral, Viveiro es una antigua villa pesquera que ha sabido crecer con buen gusto y coherencia, conservando todo el encanto de lo tradicional. Durante tres días al año, sin embargo, su ritmo pausado y apacible, como de medio tempo, se ve avivado por un ejército de guitaras eléctricas afinadas en Drop D, baterías con doble pedal de bombo y bajos de cinco cuerdas. Una aceleración de pulsaciones que, con toda seguridad, no disgusta a nadie.

Durante tres días al año, sin embargo, el ritmo pausado y apacible de Viveiro, como de medio tempo, se ve avivado por un ejército de guitaras eléctricas 

Y no me extraña. El Resurrection Fest nació hace doce años, cuando dos amigos que acababan de alcanzar la mayoría de edad, Iván Méndez e Iván Pérez, se empeñaron en llevar a tocar a su pueblo a su grupo favorito, los neoyorquinos Sick of it All, a los que acompañaron de otras seis bandas. Siete años después, en 2013, en el cartel del festival ya figuraban grupos insignes como Slayer o Bad Religion. Ese verano asistieron al evento más de treinta mil personas. El doble de la gente censada en la localidad.

En 2015, con Motörhead y Korn como cabezas de cartel, el número de asistentes se elevó a 54.500, pero los registros continuaron aumentando. El verano pasado se reunieron en Viveiro para ver en directo a Iron Maiden o The Offspring, entre otras bandas, más de 80.500 personas. El impacto económico en la zona fue de 10,2 millones de euros y el Resurrection Fest, a pesar de ubicarse en un rincón de A Mariña lucense al que no se puede acceder por autovía ni dispone de aeropuertos a menos de 100 kilómetros, se consolidó como uno de los principales festivales de rock de toda Europa. Definitivamente, dudo que una aceleración semejante, y que hace doce años ni se podría haber previsto, pueda disgustar a alguien.

Y precisamente por eso, por su juventud y contemporaneidad, hay algo en el festival que todavía me llama más la atención. Algo que tal vez sea reflejo de una forma de ser que siempre ha diferenciado al rock de otros estilos. Y es la relevancia que se otorga y el puesto que se reserva a los grandes nombres del rock. A sus bandas históricas. Esas que llevan décadas sirviendo de último soporte del género.

En la edición de este año, la decimosegunda, celebrada este pasado fin de semana, decenas de miles de personas han viajado hasta la costa lucense para asistir a los conciertos de Rammstein, Rancid o los ilustres Anthrax

En la edición de este año, la decimosegunda, celebrada este pasado fin de semana, decenas de miles de personas han viajado hasta la costa lucense para asistir a los conciertos de Rammstein, Rancid o los ilustres Anthrax, iconos del trash metal junto a Metallica o Megadeth, quienes también fueron cabeza de cartel en el Resurrection Fest de 2014, así como NOFX. Si les sumamos los mencionados Slayer, Bad Religion, Motörhead, Korn, Iron Maiden o The Offspring, además de otros nombres célebres como Dead Kennedys, Black Flag, Exodus o Turbonegro, que también han participado en el festival, podemos hacernos una idea de lo importante que es para la actualidad del rock, incluyendo festivales de tan reciente creación como el Resurrection, no apartar la vista del pasado.

La consecuencia más significativa es la convivencia de varias generaciones distintas durante los tres días que dura el festival. Una circunstancia que, de hecho, se ha traducido en la habilitación de un espacio llamado ResuKids a menos de un kilómetro del recinto donde los más pequeños pueden realizar actividades y permanecer vigilados mientras su padres asisten al festival.

Hay algo simpático y a la vez nostálgico en todo ello. Ahora uno puede ver a tipos de cuarenta y pico años que siguen asistiendo a conciertos de Turbonegro como cuando tenían veinte, pero en vez de beber calimocho durante horas e irse a la cama después del amanecer, se toman un par de refrescos y, al terminar el concierto, recogen a sus hijos junto al recinto y conducen el coche familiar hasta el hotel. Con toda la familia vestida con camisetas de Manowar, por supuesto.

Una forma más de continuar viviendo el rock. Un género que, todos los años, después de tres jornadas de electricidad frente al Cantábrico, el domingo, al tercer día, siempre resucita. Lo único que le hace falta es que se mantenga esa grieta al norte de Galicia, justo sobre la falla de Viveiro, por la que poder salir a respirar.