Karmele Marchante (76 años) es de esas personas que tienen claro que el amor es la más desestabilizadora de las emociones. Al menos, así cuenta en su libro de memorias que lo sintió cuando, a principios de los setenta, conoció a un joven islandés llamado Loftur. "Era un metro ochenta y cinco de bondad, ternura, simpatía, alegría y curiosidad ante el mundo que estaba descubriendo. Y, por qué no decirlo, traspasaba la frontera de una belleza estéticamente perfecta", explica en No me callo (Penguin Random House). La de Tortosa cayó rendida, claro. Junto con otra compañera de la Escuela de Periodismo en la que estudiaba, su particular Romeo y ella decidieron alquilar un piso. "Formábamos una pareja tan extraña como divertida", afirma en el libro. "Hablaba un castellano pluscuamperfecto y comenzaba a hilvanar frases en catalán".

En aquella época, el muchacho tenía que estudiar en la Sorbona, en el corazón de París, donde aspiraba a lograr el doctorado en lenguas. Marchante decidió seguirle. A través de uno de sus amigos franceses, consiguió trabajo en el Departamento de Prensa Latina de la UNESCO. Loftur y ella alquilaron entonces un minúsculo apartamento con vistas a la Torre Eiffel, que según ella se convirtió en "una burbuja de felicidad, amor y pasión". Los vecinos disfrutaron a todo volumen de los gritos de sus orgasmos y las fiestas que organizaban. Después de esa época de lujuria y desenfreno, Marchante viajó a Islandia (donde además de conocer a sus suegros pudo admirar los paisajes volcánicos de la isla con el sol de medianoche en su punto más alto), y recibió una carta de sus padres, que querían saber cuándo pensaba casarse (ya que no veían con buenos ojos eso de que la niña viviera en pecado).

Al regresar a Barcelona, la pareja organizó su boda, que la madre de la novia se empeñó en que tuviera lugar en la catedral de Tortosa. Marchante cuenta en su libro que el plantel de personas invitadas al evento "abarcaba desde los uniformados más variopintos hasta la moda hippie del momento de todas mis amistades", y que el convite se dio en la Hostería del Mar de Peñíscola. "Las habitaciones para quien lo deseara y la nuestra en plan suite también se habían reservado en el mismo parador. Al día siguiente me desperté en un aposento que no era el mío junto a la hermana de Lolli y su marido. La plana mayor del novio había acabado con una trompa monumental desperdigada entre la playa y los salones. Mis gentes pernoctaron en la arena y mi ya marido resucitó junto a su abuela y el embajador".

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Karmele Marchante junto a Lolita en la presentación de su libro. Gtres

En un principio, los recién casados decidieron vivir en Islandia. Como parece ser que la madre de Loftur nunca terminó de ver con buenos ojos a Marchante (por ser extranjera y haberse casado con su niño único), se instalaron en la casa de la moderna abuela del islandés. Para poder mantenerse, la catalana dio clases de comida española para amas de casa interesadas, y se empleó en una fábrica de pescado para conservas. Luego consiguió que la Agencia Efe la hiciera "reportera volante para la zona escandinava", lo que la ayudó a conocer el oficio.

En esa época, Marchante y su marido decidieron de mutuo acuerdo que no querían criaturas. "Antepuse mi profesión a la crianza, por la que no sentía ningún apego. Jamás tuve eso que llaman instinto maternal. De siempre he tenido claro que es una construcción cultural del patriarcado y nunca he cambiado de idea", explica en el libro la periodista, que no se veía viviendo en aquella isla. Intentó convencer a Loftur para que se volvieran a España, pero él no escondía sus nulas ganas de recalar en el país donde se habían conocido.

Marchante recogió sus bártulos y se encaminó hacia España. Un par de meses después de aterrizar en su piso barcelonés, sintió la necesidad de regresar al hogar marital y escribió una carta de amor a su esposo para anunciar su vuelta expresando lo mucho que lo echaba de menos. Cuando se reencontraron, el islandés la sorprendió comentándole que se había hecho bahai, una filosofía de vida nueva en la que quería que ella también participase. A partir de entonces, Loftur comenzó a pasar el tiempo con la biblia de Bahaula, "ajeno a todo lo que no fuera su nuevo descubrimiento".

El islandés visitó a la comunidad que había en Barcelona y asistió a jornadas de convivencia con aquella tribu varios días. Marchante sostiene que nunca le permitieron ir a conocer aquel ambiente, que a ella le olía a misterioso y ajeno. "El señor padre de Lolli, que, por lo que vi, no tenía mucha idea de dónde se había metido su retoño, llegó a Barcelona casi sin avisar, y allí constató el penoso estado psíquico en el que se hallaba su hijo", cuenta. "De acuerdo con él y sin consultarme nada, decidieron que lo mejor era ir a curarse a Islandia".

La periodista se ha casado dos veces. Europa Press

Aquella fue la última ocasión en la que Marchante vio a su marido. En ese momento, la periodista creyó morir de amor. "Me quedé petrificada y sumida en la nada", relata. "Sentía que la vida no me contestaba y me instalé en el declive de los días grises hasta que mi detonador interno apuntó al sexto sentido de mera supervivencia o el síndrome de la nevera vacía. Tenía que comer, pagar la letra del piso, terminar Periodismo y, por ende, trabajar ya. Cuando llegó el papel del divorcio no pedí nada, solo la nacionalidad islandesa y pasaporte ídem".

Marchante se refugió entonces en su trabajo y sus amigos. Pasó muchos años centrada en su carrera como periodista, donde fue una de las pioneras del periodismo contracultural en España, cofundó la libertaria (y hoy ya desaparecida) Ajoblanco, hizo sus pinitos como tertuliana en la mesa política de María Teresa Campos, y se convirtió en una de las estrellas de Tómbola, un programa que inspiró espacios similares en las cadenas privadas dentro de eso que llaman infoshow.

Tardó algún tiempo en volver a enamorarse. Estando ya en Sálvame, la catalana conoció a Diego, un señor que decía ser ingeniero y que, según ella, logró enamorarla "con su verborrea" en un momento delicado de su vida, en el que a pesar de estar ganando mucho dinero como colaboradora de televisión, se sentía "maltratada y despreciada" por la mayoría de sus compañeros. A finales de 2010, Diego y ella se casaron en Granada pero, en aquella historia, las apariencias engañaban. "Se cobijó a mi sombra buscando fortuna sin dar golpe", relata Marchante en su libro. "Como en la historia del Judío Errante, no sabía ni veía nada de las muchas cosas que sucedían delante de mis narices; caí al vacío por mi bancaria. La directora de mi sucursal me llamó a capítulo ante las muchas cosas raras que veía en mis cuentas y tarjetas. De nuevo la impotencia y las sacudidas de estupor en mi cuerpo".

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Desilusionada, Marchante se fue alejando poco a poco de su esposo, al que hoy tacha de "vago y mentiroso". Se sentía muy desprotegida a su lado. Había dejado de gustarle y, de hecho, dormían en habitaciones separadas. Con el tiempo, explica en sus memorias, se enteró de que Diego la había arruinado y robado: "Le firmé un poder general para administrar mi patrimonio, que era muy extenso por lo mucho que había ahorrado e invertido durante los años de grandes ganancias. 'Ya que no trabajas, administra mis bienes', le rogué un mal día. Y, sin que me diera cuenta, el cuatrero me desplumó, lo vendió todo. Se declaró insolvente, puso mis propiedades a nombre de terceras personas y yo estaba en la puta calle".

La periodista con un amigo en Madrid. Gtres

Tras la farsa de su segundo matrimonio, Marchante caería en un pozo negro donde su maltrecho estado de ánimo se juntó con una complicada situación en Sálvame, programa que abandonó definitivamente a finales de 2016. "Bajé peldaños llegando a conocer no la escasez pero sí la frugalida"”, explica en su libro sobre aquella etapa. "Nunca, desde que llegué a Madrid, había pisado el metro. Adapté mi existencia a un entorno de 50 metros cuadrados cuando procedía de un chalet de 600". Pero la periodista juró que lamería las heridas "como la Tara de Lo que el viento se llevó y, con ayuda de algunos allegados, aprendió a caminar tras una temporada de rehabilitación introspectiva". Dedicó buena parte de sus días a viajar, retomó su faceta de activista feminista (publicó un libro sobre la realidad de la prostitución —Puta no se nace— y hoy da talleres de feminismo en todas sus vertientes), y hasta inauguró un canal de Youtube para hablar sobre temas de actualidad.

Pocos saben que, en el terreno amoroso, hasta hace alrededor de un año, Marchante compartió su vida con un "hombre maravilloso que respetaba mis tiempos y espacios sin convivir bajo el mismo techo" —y que murió de un infarto súbito—. "Doy fe de que estoy tan viva, revoltosa, activista y revolucionaria siguiendo la filosofía de Quintiliano: Suaviter in modo, fortiter in re (combino la suavidad en las formas con la energía en la defensa de mis principios)", apostilla en su autobiografía. "La dignidad como respuesta al cinismo abierto de quienes ostentan el poder. Y por todo lo dicho puedo asegurar que esto continuará".