A Felipe de Edimburgo el destino le deparó vivir a la sombra de su esposa. Es lo que tiene estar casado con la reina más poderosa del mundo. Siempre un paso por detrás, en un segundo plano, aparentemente sumiso y discreto. Ser el marido de Isabel de Inglaterra le supuso llevar una vida de renuncias, agazapado tras la férrea coraza de la que hablan sus más íntimos. Solo en su biografía no oficial se encuentra la otra cara del hombre, su fuerte carácter y, sobre todo, las muchas infidelidades que llenaron su vida.

Felipe de Grecia y de Dinamarca nació en Corfú (Grecia) en 1921. Fue el único hijo varón del príncipe Andrés de Grecia, del que heredó el título, y de la princesa Alicia de Battenberg, hermana de quien llegaría a ser Lord Mountbatten –último virrey de la India-, personaje esencial en la vida de Felipe. 

Vivió una infancia traumática. Su madre era esquizofrénica y fue internada en una institución religiosa. Su padre se refugió en los brazos de su amante y en los casinos de Montecarlo y murió cuando Felipe aún era un niño. Ahí empezó a construir su coraza. Con solo 8 años, comenzó un peregrinaje por internados y colegios de Francia, Alemania y Gran Bretaña. Terminados sus estudios, en 1939 se enroló en la Royal Navy, donde desarrolló una brillante carrera militar. Entre otros hitos de la Segunda Guerra Mundial, participó en el desembarco aliado en Sicilia y fue testigo de la rendición de Japón en 1945.

Un pretendiente dudoso

Había conocido a Isabel en el verano de 1939. Ella tenía 13 años y él, 19. Fue durante una cena a la que los reyes habían invitado a su tío –el casamentero Lord Mountbatten-, quien dejó escrito en su diario que Felipe había causado sensación “entre las niñas”. Ya entonces demostraba su atractivo para las mujeres aquel joven cadete de rostro impenetrable, hierático, de respetable altura (1,83), cabello rubio y complexión atlética.

Durante su estancia en la Armada, Felipe se carteaba con la joven Isabel, que le esperó hasta acabada la guerra, pese a que no le faltaron pretendientes. Resistió firme a las presiones de los padres de ella –muy desconfiados tras el escándalo de la abdicación de Eduardo, enamorado de la divorciada Wallis Simpson –, que recelaban de la relación. Además, consideraban que el pretendiente pertenecía a un linaje marginal y arruinado de la aristocracia. Y, por si esto fuera poco, se le atribuían simpatías hacia la Alemania nazi a través de los maridos alemanas de sus hermanas.

En 1947, cuando Jorge VI consintió finalmente la boda de su hija, comenzaron los sacrificios para el novio. El príncipe Felipe tuvo que adquirir la nacionalidad británica y renunciar a todos sus derechos a la corona griega, así como a su apellido paterno para asumir el materno, Mountbatten. A cambio, el entonces rey de Inglaterra le otorgó entre otros títulos el de duque de Edimburgo.

Los cuñados nazis

El 20 de noviembre de ese mismo año, se celebró la boda en la abadía de Westminster. Era un momento muy duro para el país, aun no repuesto de la guerra y en medio de una gran crisis económica. Pese a que fue invitada toda la nobleza europea, Felipe tuvo que aceptar resignado que no estuviera presente ninguna de sus tres hermanas, ya que el hecho de estar casadas con alemanes las convertía en una presencia incómoda.

La vida de recién casado fue aparentemente feliz. Todo empezó a torcerse años más tarde cuando, tras la muerte de Jorge VI y la subsiguiente coronación de Isabel el 2 de junio de 1953. Felipe se convirtió en un mero “príncipe consorte”, frecuentemente alejado de su mujer, concentrada en sus múltiples obligaciones. Lo que más le dolió a Felipe fue no poder dar su apellido a sus hijos, ya que la reina había rechazado el de su esposo, Moutbatten.

Muy pronto empezaron a circular intensos rumores sobre infidelidades del cónyuge. En 1956, Felipe se embarcó en solitario en un crucero por la Commonwealth. La excusa era la inauguración de los Juegos Olímpicos de Melbourne. Lo cierto es que no volvió hasta pasados seis meses. Algunos biógrafos sitúan durante este viaje la concepción de uno de los muchos hijos ilegítimos que se le atribuyen.

Amante de las fiestas 

De lo que no hay duda es de a que a Felipe le gustaba la vida festiva. Durante los primeros años de matrimonio, sus compañeros de correrías fueron el actor Richard Todd (Pánico en la escena) y el fotógrafo de la casa real Baron Nahu. La pandilla solía reunirse en el piso londinense del actor, lugar de encuentro con numerosas jóvenes deseosas de triunfar en el mundo del cine.

En la larga lista de amantes que se le atribuyen al duque de Edimburgo, figuran la escritora Daphne de Maruier (autora de Rebeca), casada con un funcionario de la Casa Real; Hélène Cordet, amiga desde niña y en aquel tiempo dueña de un cabaret; Pat Kirkwood, una estrella del music hall; la actriz y sex simbol Zsa Zsa Gabor;  Susan Ferguson, madre de Sarah, que se convertiría en su nuera al casarse con el príncipe Andrés; Romy Adlington, ex novia de su hijo Eduardo, cuando ésta tenía sólo 16 años y Felipe, 66.

Su fama de mujeriego perduró hasta bien avanzada su vejez. Penélope Romsey, buena amiga de la familia Windsor y 30 años más joven que él, fue su compañera, incluso en actos públicos, durante las últimas décadas.

Los hijos "bien educados"

A lo largo de su vida, hay dos momentos especialmente difíciles. Uno fue el asesinato en 1979 de su tío Lord Moutbatten. Cuando el antiguo virrey de la India navegaba en su yate, una bomba del IRA acabó con su vida y la de otras tres personas, entre ellas su nieto. Fue un ataque directo al corazón de la familia real británica.

El otro momento amargo fue el año 1992, bautizado por su esposa como "annus horribilis" por los escándalos que culminarían con los divorcios de tres de sus hijos, incluido Carlos, el heredero de la corona. Fue entonces cuando la reina le soltó con tono de reproche a su marido: "Con lo bien que creíamos que les habíamos educado".

No faltaron medios que culparon de la crisis de la monarquía a la hipocresía de la familia e incluso al propio Felipe. A punto estuvo de romperse la entente cordiale que siempre mantuvo la pareja, lo que se ha considerado un matrimonio de buenos profesionales. Felipe prometió a su esposa que sería un fiel vasallo y lo cierto es que, aunque a su manera, lo fue. Ambos coincidían cuando las obligaciones oficiales se imponían y cuando no, cada uno llevaba su propia vida. De puertas adentro, Felipe ejerció con dureza de cabeza  de la familia –cuyos propios miembros denominan La Empresa-, lo que le llevó a una mala relación con sus hijos.

La “neurótica” Lady Di

Carlos siempre reprochó a su padre la insistencia en que se casara con Diana Spencer.  Felipe consideraba a Lady Di una “joven presumida, poco inteligente y neurótica”, pero para él lo más importante era guardar las apariencias y entonces trataba a toda costa de apartar al príncipe de Gales de Camila Parker, ya casada. “Es que Carlos es un romántico. Yo soy mucho más pragmático. Vemos las cosas de manera muy diferente porque yo soy un insensible”, dijo en una entrevista concedida con motivo de su 95 cumpleaños.

La animadversión de Felipe hacia Lady Di era tan pública, que cuando la princesa murió en 1997, el pueblo británico arremetió contra la hipocresía del marido de la reina, el peor considerado de la familia en todas las encuestas.

En una biografía no autorizada del años 2000, se le atribuía al duque de Edimburgo la convicción de que Carlos estaba incapacitado para gobernar: "Es artificial y extravagante, y le falta dedicación y disciplina para ser un buen rey". Felipe nunca perdonó a su hijo –al que consideraba un flojo- que, con su relación con Camila Parker, pusiera en peligro la monarquía, una institución sagrada para él.

Aparte de intentar sin ningún éxito mantener el orden en su familia, Felipe dedicó gran parte de su vida a los deportes, su gran pasión. Muy especialmente el polo, la navegación y la caza. El protocolo le aburría, y lo disimulaba muy mal, por lo que ganó la antipatía de los miembros más estrictos de la aristocracia, que consideraban su  espontaneidad una grosería.

El metepatas de la casa real

El duque aseguró en una ocasión que el secreto de su largo matrimonio con Isabel era  que él la hacía reír. Debió de ser en la intimidad, porque, en público, la monarca pocas veces dejó ver sus dientes. Felipe sí que hizo reír al mundo entero con sus meteduras de pata. Desde que los muñecos del programa satírico Spittin Image consolidaran su imagen de patoso, los chistes sobre sus inconveniencias fueron un clásico. "¿Descienden todos ustedes de los piratas?", preguntó en un viaje a las Islas Caimán. En otra ocasión, visitando un hospital en el Caribe se le escapó su mala opinión de los periodistas: "Ustedes tienen mosquitos. Yo tengo a la prensa". Su chiste favorito sobre los automóviles no pasaría hoy la censura de la corrección política: "Si ves a un hombre abriéndole la puerta de un coche a una mujer, solo puede significar dos cosas: o que es una nueva mujer o que es un nuevo coche". 

Poco antes de anunciar en mayo de 2017 su retirada de la vida pública, aún tuvo tiempo de desatar una agria polémica en los medios británicos. El país se dividió en dos bandos, los que alababan su fortaleza y los que criticaban su temeridad, cuando se le vio conducir con 95 años el coche el que viajaban los Obama durante su visita a Londres. Hasta disponía de un característico taxi inglés, el suyo de color verde, que conducía en ocasiones en actos oficiales, pero sobre todo en sus correrías nocturnas. 

Se le puede reprochar haber sido un marido infiel, pero hay que reconocerle que sirvió a la reina como un buen vasallo. Aunque a menudo metiera la pata.