La RAE define 'numantino' como “que resiste con tenacidad hasta el límite, a menudo en condiciones precarias”. Así es como actuó el pueblo celtíbero de Numancia durante meses, como espartanos, pero a la española.

Lo que sorprende es que a esta hazaña no se le haya otorgado domésticamente la importancia debida. Apenas se han dirigido loas rentables hacia la bravura de una de las más estables culturas instalada en nuestra meseta: los celtíberos, y más concretamente la tribu arévaca de Numancia, quienes prefirieron matarse en sus casas antes que ser paseados por el todopoderoso Imperio.

Al igual que sucede en el conocidísimo cómic francés con la aldea gala, someter a los celtíberos no fue fácil para los romanos. Los arévacos de Numancia combatieron durante más de veinte años contra las diferentes legiones enviadas desde Roma. Tal era la importancia de ganar la plaza, por su estratégica posición entre los valles del Ebro y del Duero, que fueron estas guerras contra Celtiberia, y contra Numancia en particular, las que les hicieron cambiar el calendario dando lugar al actual.

El año oficial romano se iniciaba en los “Idus” de Marzo (día quince), que era cuando eran nombrados los cargos de la administración y los cónsules para hacer la guerra. Pero cuando querían llegar a la meseta era ya avanzado junio, por lo que se perdía un valioso tiempo para guerrear. Por eso, Roma tuvo que adelantar su almanaque a las “kalendas” de enero (día uno).

Retógenes Caraunio

De todo lo ocurrido ese año de 134 a.C. en el Cerro de la Muela, a pocos kilómetros de Soria, hay una leyenda que destaca sobre el resto, y que agranda más si cabe la gesta de Numancia y de su más valeroso vecino, Retógenes Caraunio.

Son de sobra conocidas las humillaciones sufridas por los romanos enviados a reducir Numancia, hasta que el Senado llamó a filas a su más laureado general, Publio Cornelio Escipión el Africano, que ya tenía en el currículum la conquista de Cartago. La cosa era seria, pues.

Para atajar el problema de esta resistencia celtibérica y resolver la cuestión en favor de Roma, Escipión ocupó con sus ejércitos hasta siete colinas alrededor de Numancia y levantó campamentos, y los comunicó con muros, el primero de palos y el segundo de duras piedras sorianas.

Hasta los ríos controló, los tres que confluían alrededor del cerro: el Duero, el Tera y el Merdancho, y colocó colgando sobre ellos rastrillos de afiladas púas, para que nadie saliera de Numancia ni recibieran ayuda de fuera. Y ese era el plan hasta su rendición o su inanición, una de dos. Numancia estaba asfixiada.

Y aquí es donde entra en juego Retógenes, tenido entre los habitantes numantinos como noble, rico y con honores. A las pocas semanas, su intuición le hizo suponer que el sitio iba para largo y decidió actuar. Fue una fría noche soriana, en la que este valiente trazó su plan. Reunió a cinco guerreros y a cinco sirvientes, y en la oscuridad asaltaron la cerca romana asesinando sigilosamente a los centinelas sin levantar la alarma. Los sirvientes fueron a por caballos, sogas y una escalerilla, y con eso, el grupo saltó la empalizada, traspasó a los equinos al otro lado, y huyeron todos al galope antes de que los romanos repararan en el incidente.

El guerrero y su acompañamiento recorrieron las ciudades arévacas cercanas suplicando su ayuda contra Escipión. Algunos vecinos, como los de Termancia (hoy cerca de Montejo de Tiermes) y los de Uxama (hoy junto a El Burgo de Osma), asustados, los echaron de sus tierras sin escucharlos. Pero al llegar a Lutia, una ciudad rica, que estaba a trescientos estadios de distancia de Numancia, los jóvenes de la población se declararon a favor de seguir plantando cara a Roma, e instaron a sus convecinos a auxiliar a los numantinos.

Sin embargo, los ancianos de la ciudad temieron represalias y delataron la rebelión a los romanos por medio de mensajeros. Al poco, llegó Escipión con tropas ligeras, rodeó Lutia, y exigió a sus dirigentes que les entregaran a los sublevados. Como respondieron que éstos habían huido, amenazó, por medio de un pregonero, con saquear la ciudad si no los entregaban.

Tras la conquista, sobre los restos arévacos los romanos erigieron sus propios monumentos

A Escipión le salió caro

Por puro miedo, los habitantes entregaron entonces a cuatrocientos jóvenes, y Escipión ordenó que les amputasen la mano derecha para impedirles levantar sus espadas contra Roma. Tras este correctivo, el militar volvió a vigilar su cerco de Numancia.

Sea como fuere, casi seguro que de igual forma que salió de Numancia, Ratógenes consiguió regresar y pasar otros cuantos meses allí dentro con los suyos. Cuando, en el verano de 133 a.C. la ciudad estaba ya casi sometida por el hambre y las carencias, y viendo que el final de la resistencia era inevitable, Ratógenes acumuló en su barrio, que era el más bonito de la ciudad, todas las materias inflamables que encontró y las incendió.

Después, por cuestiones de honor guerrero, ordenó a los suyos que hiciesen lo mismo, y que luchasen dos a dos, y que el vencido fuese decapitado, como manda el rito celtíbero, y echado encima de los techos de las casas en llamas. Cuando todos habían muerto, él se arrojó a las llamas el último.

Publio Cornelio Escipión Emiliano solo ganó prestigio en esta contienda, porque dinero no. Incluso le salió cara, ya que tuvo que pagar de su faltriquera el salario de los soldados al no encontrar nada de valor en el botín de la arrasada Numancia.

Y así, por vergüenza, en parte debido a la baja rentabilidad del asedio, y en parte por las muchas humillaciones sufridas todos esos años, fueron los propios cronistas romanos los que, con epítetos e hipérboles, decidieron convertir la victoria de sus tropas sobre los celtíberos en algo épico, ensalzando al enemigo como si se tratara de algo prodigioso. Incluso Escipión decidió desfilar por Roma con cincuenta testigos, supervivientes numantinos, presumiendo de triunfo. Y fue así como Roma ayudó a hacer justicia a Numancia y a elevar a leyenda su fiereza.