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El sol de agosto caía con fuerza sobre el prao del Rocoso, y, sin embargo, nadie parecía sentir el calor. Todos los ojos estaban puestos en los cajones, en esa madera que contenía la esencia de lo que está por venir. Bastó con escuchar el primer golpe seco y el chirrido de la compuerta para que el silencio se rompiera: el desenjaule había comenzado.

Uno a uno, los novillos de Los Bayones, Valrubio, Valdeflores y Rollanejo fueron saltando al albero del prao con la fuerza intacta, con esa mezcla de bravura y belleza que arranca aplausos y murmullos de respeto. Cada salida era un suspiro colectivo, una descarga de emoción compartida entre vecinos, peñas y curiosos que no querían perderse el arranque de las Fiestas del Toro.

Fiestas de Aldeadávila (Salamanca)

Pero el desenjaule no es solo toros. Es también el reencuentro en la pradera, el abrazo de quienes vuelven al pueblo solo una vez al año, la foto que inmortaliza una tradición que se siente tanto como se celebra. En cuanto las reses quedaron en el cercado, la música de la charanga abrió paso al otro ritual: el convite. Allí, entre chochos, aceitunas y vasos de sangría, la conversación fluye tan natural como el propio río Duero que vigila a la villa desde abajo.

Las peñas, con sus camisetas de colores y su algarabía, tomaron después las calles. El desfile se convirtió en una serpiente humana que avanzaba entre tambores, disfraces y banderas. La plaza se llenó de risas y bailes, preludio de una verbena con Vulkano que, llegada la noche, prolongó la fiesta hasta que el cuerpo aguantó.

La maquinaria festiva

El desenjaule en Aldeadávila no es un acto cualquiera: es el latido que pone en marcha la maquinaria de la fiesta, el momento en que el pueblo entero vuelve a reconocerse en su tradición y la comparte con quienes llegan de fuera.

Un arranque que huele a tierra, a música, a pólvora y a alegría, y que recuerda que aquí, en el corazón de las Arribes, las fiestas no se cuentan, se viven.