¿Quién no se acuerda del herrero y sus fraguas, que se convertían en el ágora de aquellos pueblos de antaño? Ese lugar lúgubre y oscuro, sucio y con olor a carbón donde los hombres, aguzando la reja, al ritmo marcado por el martillo, hablaban y porfiaban, discutían y decidían. Lugares y profesiones que, por desgracia, duermen como las tenazas, en las nebulosas del tiempo que no vuelve. Nunca mejor el refrán, "holgaz, tenazas, que muerto es el herrero".

Nada más simple como explicar que un herrero es aquella persona que tiene por oficio trabajar el hierro. Tradicionalmente, las manufacturas de los herreros son elementos de hierro forjado, rejas, para muebles, esculturas, herramientas, artículos decorativos y religiosos, campanas, utensilios de cocina y armas. Por desgracia, se considera un oficio prácticamente desaparecido.

A través de la historia, los herreros se han jactado de poseer una de las pocas ocupaciones en donde ellos mismos fabrican las herramientas que usan para su oficio. El tiempo y la tradición han proveído sólo unas pocas herramientas básicas que varían únicamente en detalles alrededor del mundo.

Una fragua

Quién no ha visitado alguna vez una fragua llena de telarañas y negra como el hollín, con ese olor característico de humo de carbón y vahos de hierro caliente al contacto con el agua, que desde que la inmortalizó Velázquez, con la 'Fragua de Vulcano', hasta que llegó a quedar como reliquia de museo, fue más que una enciclopedia de vida, sociedad y manualidades. Son esas herramientas tan simples como necesarias tales como la forja, en donde se le aplicaba calor al metal en la herrería. El yunque, ese gran bloque de hierro o acero, que a lo largo del tiempo, ha sido refinado hasta su actual forma. Y, cómo no, las tenazas usadas para asir el metal incandescente.

Aunque la fragua es la herramienta donde se coloca el carbón para calentar las piezas de metal, para que puedan ser forjadas y tengan maleabilidad al momento de darles forma, la fragua funcionaba con un gran fuelle, pero con útiles más modernos puede funcionar con un ventilador que inyecta aire para que el carbón arda y así poder trabajar el metal.

No es menos cierto que también se conoce como fragua el local donde el herrero realiza su trabajo. Ese lugar oscuro por escaso de luz, negro de hollín y, casi siempre, lleno de telarañas en los rincones donde todo era anárquico y la limpieza un bien escaso.

La fragua está en la memoria de todas las culturas y religiones desde hace milenios. La vida en el medio rural era impensable sin la fragua del herrero, sin el artesano que trabajara el hierro desde su aparición para útiles alimentarios, herraduras de animales, maquinaria de trabajo agrícola, herramientas de ornamentación y otros útiles. El desarrollo industrial aparcó a los herreros y a la forja para convertirlos en empresas de metalistería. Hoy, apenas quedan unos pocos artesanos en los pueblos de Castilla y León, que siguen trabajando el hierro con medios que difieren muy poco de los que trabajaron hace cientos y miles de años.

En ningún pueblo, en ninguna pequeña aldea faltó nunca un herrero desde su descubrimiento. Como fue mi pueblo, Villarino, donde haber, llegaron a existir hasta tres fraguas: la de Jaime el Herrero y la de Antonio 'Porrín' y la de Pauliqui. La primera en la parte abajo del pueblo –cercana a la Plaza- y las otras dos en la parte de arriba del municipio. Ellas tres se repartían los trabajos, casi siempre vinculados a realizar y poner herraduras a las caballerías de labor, y a aguzar las rejas y arreglar aperos de labranza como sachos y sachines. Era el momento en que siempre se buscaba la fuerza de los propietarios para batir el hierro al rojo vivo que el herrero, con su martillo, iba dando forma y marcaba los golpes de los mozos con las mazas, generalmente dos que lo hacían con ritmo musical, y una cadencia que seguía el ritmo de los resoplidos. Todo, cuando se aguzaba, era hombría.

En el taller de Jaime, donde iba mi padre

Una típica fragua con yunque y carbón, y el pitillo entre los labios del herrero

Artesanos de la fragua y la forja quedan pocos en Salamanca y en Castilla y León. Contados. Con la mecanización, los herreros se transformaron en industriales o se extinguieron por falta de relevo generacional, como aconteció con los tres herreros de mi pueblo. Con larga trayectoria en sus vidas, pero sin descendencia, se pueden contar con las manos. Varias generaciones pero sin una herencia mayor para contarla.

El taller se encuentra a un paso de la Plaza Mayor. Aún, a pesar de estar cerrado desde hace varios años, huele a etnografía industrial que merece un suspiro antes de que desaparezca. La fragua puede ser la de Vulcano; tiene el mismo ADN. El fuelle se ha sustituido por un sistema mecánico de alimentación de aire para la quema del carbón. Dos martillos pilones de comienzos del siglo XX con fuerza de 80 y 125 kilos eran los útiles básicos que reposan en un rincón casi ocultos por las telarañas. El resto se hacía a mano, a tortazos con el hierro, con la precisión de un artesano para modelar cualquier figura o barrote.

El taller nos trae a la memoria recuerdos de infancia de las fraguas de los herreros del pueblo. El fuego siempre tenía un misticismo mágico que atrapaba los sentidos. El olor y el chisporroteo del hierro en el carbón tenían garras ancestrales. Ese oficio era uno de los más antiguos que se conocen. Era totalmente primordial en las zonas rurales, sin él hubiera sido imposible mantener el equipamiento de labranza en buenas condiciones, evitando situaciones difíciles para muchos labradores. A él acudían cuando era preciso arreglar cualquier utensilio de labranza.

Recuerdo cuando mi padre, José 'el Portugués' o el de Josefa 'La Vicentilla', rompía una sacha o un sachín y enviaba al rapaz a llevársela a Jaime. Un artesano que unía la fuerza, el ingenio y la destreza, para dar a golpe de martillo la forma deseada, así como el temple necesario a las piezas que se forjaban en su fragua.

No tenía más gusto el rapaz que pisar la piedra de esmeril que giraba y giraba… mientas Jaime afilaba un cuchillo con el chisporroteo del roce de acero y esmeril. Pero lo que más gustaba era, ya por las tardes cuando las campanas de la iglesia llamaban al ángelus, ir a la fragua a observar a los mozos golpear las rejas con esa fuerza bruta de los galanes de antaño. Resoplaban como mulos que refrescaban el gaznate con una buena pinta vino, porque el agua quedaba para enfriar las rejas.

Era ese gigante fuelle, tirado por una polea que avivaba el carbón ardiendo. También las juergas, las chanzas a los más nuevos y las informaciones locales. La fragua, como el Pozo Concejo y la sombra del árbol de la Plaza, eran los senados locales, como aquellos consejos de ancianos de la antigua Roma, donde casi se dictaba sentencia.

Como Jaime el Herrero tenía buenas manos, se fabricaba sus propias herramientas. El tiempo y las tradiciones variaban la forma de los utensilios, no obstante, lo básico persistía, y sobre ello recaía el trabajo de su oficio. Un oficio que nunca ha necesitado demasiada infraestructura para ser llevado a cabo, siempre se dijo que el herrero todo lo que necesitaba era algo donde calentar el metal, algo donde golpearlo, y algo con qué golpearlo, y ahora nosotros recordar aquellos hombres tan necesarios en nuestros pueblos, de los que se decía "en casa de herrero cuchara de palo", cachis!



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