Los ríos circulan turbios. A su paso por los pueblos han anegado la ribera, donde había un merendero hoy solo hay una masa de agua marrón que se mueve pesada y densamente. Los ojos de los puentes se han achinado y algunos muy viejos ya han colapsado, cediendo al poder devastador de la corriente. Las ciudades se sumen en una tristeza apreciable cuando aquí llueve. No estamos preparados para la lluvia. Nuestras postales quedan bien en otoño y en primavera, en entornos tan templados como nuestro carácter, no bajo una lluvia que no cesa.
Las gotas estallan contra los tejadillos de los patios de luces y las señoras están desesperadas por tender su ropa. Somos una región sin secadoras ni paraguas, despistados que hunden los pies en charcos y que se pasan la jornada con los calcetines relamiéndoles los pies. Hay algo extraño en este tiempo que siempre es de resol y paseos por Santa Claudia. Los comercios languidecen y las visitas de clientes se anulan. Calle mojada, cajón seco. Los ríos muertos que corren como una culebrilla en el desierto reviven como auténticas ballenas bíblicas que desbordan aceras y expulsan a las monjas de sus conventos.
La lluvia parece cosa de otro tiempo, como antigua e insuperable. Nuestro único arma para paliarla sigue siendo un tosco artilugio manual de tela que se abre y se cierra, como hiciese el hombre paleolítico con unas hojas ensambladas entre sí. Las noticias también parecen de hace siglos. Las poblaciones se paran ante la lluvia, el trabajo se ralentiza y las gacetillas copan sus páginas con sucesos municipales que son del gusto del lector. Los patos toman el control de imprevistos estanques ante la mirada contenta de jubilados que pasean a sus perros, pues hay algo de belleza en la peligrosidad del agua corriente, hay algo de magnificencia en el cambio natural de las cosas corrientes.
Las humedades afloran en las casas viejas y los pobres se guarecen en soportales. La vida comercial se concentra en el soportal y muere al descubierto. Las luces de los semáforos rebotan en los charcos y en los coches como fuegos artificiales. Señores aburridos declaran niveles de alerta delante de un ordenador de culo que no carga. No se puede hacer otra cosa, concluyen. Su decisión hace que se suspendan las clases y los niños se contentan. La lluvia es su aliada, como el sol en verano y la nieve en el invierno. Solo se puede mirar la lluvia en Castilla con los ojos de un chiquillo. Los de los puentes ya comienzan a cegarse.