Los almendros en flor anunciaban una primavera que trajo de vuelta el invierno, las noches gélidas, el frío en la cara, las calles empapadas, el granizo, la lluvia caprichosa; los días santos cada vez más profanos, la dicha de una penitencia que nos devuelve a la vida. 

La luna llena proclamaba en lo alto una nueva Semana Santa entre el silencio y el rezo, y la alegría y los reencuentros, y el mirar al cielo como miran los hombres del campo a la espera de una buena cosecha. Semana Santa que ya es pasado y cuenta atrás para la próxima Pasión.  Noches y días perfumados de incienso, el rumor del Duero, los tambores solemnes y el cántico de las voces graves, las bandas de música, el bombardino y las matracas en el barrio de Olivares, el lamento de las campanas en las torres.

Aquí, en la ciudad que me habita, huele a flores recién cortadas y a ese limpio que emana de las túnicas de lana y de terciopelo recién planchadas, el vapor de agua, el alcanfor de los armarios, la madera. Olía a cera y a bronce en Zamora en la noche de los Dolores, pórtico de la Pasión, de tantas pasiones, mientras lejos otro dolor, otras pasiones, otros sacrificios en nombre de un Dios que se hace el dormido; otros cristos de carne y hueso caían entre el olor a pólvora de la barbarie. 

La procesión del Cristo del Espíritu Santo



Pasaba el Cristo del Espíritu Santo bajo mis balcones y yo contenía la respiración y me temblaba el pulso y el corazón, con la mente más allá de mi pequeña plaza, de los tilos desnudos y los sillares románicos que me circundan. Zamora a las puertas de una Semana Santa y el mundo, loco, llamando a las puertas de la sangre y de la guerra mientras llegaban los primeros reportes desde el país del frío. 

Pasaba Cristo y yo miraba más allá, en una sala de conciertos llena de cadáveres y un fuego distinto al de las miles de llamas que abrían paso al Crucificado. Tantos muertos en la Cruz. En el dolor de Dios, en el dolor del Hombre, veía el dolor de un mundo que no entiendo, el dolor de un mundo que sólo me duele.

Pasaba Cristo a hombros de sus cargadores y me preguntaba el peso, el precio, la angustia de los ausentes y asesinados en Israel, la brutalidad de la masacre en Gaza, tanto dolor en Siria. Cuánto pesan todos los pueblos amenazados, oprimidos. Y el miedo. Tanto miedo en un mundo en guerra, en esta espiral de sangre que no parece el mismo mundo de la Zamora sumida en el silencio que acompaña a los Cristos en la noche, tierra de nazarenos donde cada uno carga con su cruz y la sostiene sin abrir la boca, apretando los dientes, sin inclinar la espalda cada día del año.

A la Cruz del Crucificado cosí mis ojos y la pregunta eterna, saber si acaso los hombres que somos, los hombres en que nos hemos convertido, lobos para el hombre, merecen la muerte de un solo hombre bueno, tanto amor. 

Pasaba Cristo y el aire sólo me devolvía silencio. Tanto silencio.