Debo indicarles que  la imagen que esta mañana impacta en mi retina es tan habitual en ella que se ha hecho un típico caso de rutina diaria.  Sin embargo hoy, por no sé qué motivos, ha resaltado de manera especial. 

Es una hora temprana de la mañana de cualquier día de la semana, exclúyanse los sábados y los domingos que el servicio público educativo y sanitario guardan merecido descanso. Pónganse en situación y abran la ventana a esta hora temprana de la mañana cuando el día empieza a despuntar y las calles se desperezan del sueño nocturno. Los viandantes empiezan a nutrir las calles de pasos cadenciosos unos, otros,  acelerados por las prisas del momento, camino del trabajo,  surcan las aceras  dejando un halo de indiferencia.

Pero hay dos personajes que despiertan mi atención de una manera especial. No son dos personajes encarnados en dos personas, una y dos;  sino que son varios seres humanos que representan en la mañana de todos los días, a excepción de los ya mencionados de descanso, un personaje rutinario que pinta los amaneceres.

Desde mi balcón los veo pasar. La verdad es que ambos caminan tranquilos,  como si el peso de la mañana  les pegara a la tierra impidiéndoles volar. Los dos van en la misma dirección. Pero hay una diferencia que solo se supera con el paso del tiempo: unos se beben la vida a tragos y otros ya la están digiriendo.  Los primeros hablan en voz alta y se van contando los asuntos de una  vida que despierta  de manera incontenible . No les mueve la prisa por llegar a su destino porque al final de su trayecto matutino les esperan horas de encierro, silencio, atención, charla, en definitiva, el instituto.

Nada les llama más la atención que aquello que en esos momentos les preocupa: sus compañeros de viaje o el encuentro con sus compañeras de clases. Incluso alguno va haciendo confesiones personales por teléfono  con aquella amiga o amigo con el  que dos calles más allá se va a encontrar, pero las prisas por vivir no le permiten  esperar los minutos necesarios para el encuentro.

A su lado,  el otro personaje, que también camina con  un ritmo pausado,  tiene un destino diferente. No va a aprender, no le mueve el encuentro con sus amigos, la sangre ya no le hierve con la fuerza de la adolescencia o la juventud. Ahora la sangre se le ha hecho pesada de tantas vivencias acumuladas y a este tranquilo caminar solo le  mueve la curiosidad por saber si este espeso líquido que fluye por su cuerpo, cuando la enfermera les pinche en  la yema del dedo de la mano,  presente un nivel de INR ni muy bajo ni muy alto para que su sangre no pare de fluir con normalidad o no se dispare en hemorragias descontroladas. ¡Hay que ver! Toda una vida en la lucha por contener los impulsos, las fuerzas, por mantenerse ecuánimes en la familia, pacientes en el trabajo, prudentes en las opiniones. ¡Hay que ver! Lo que en la juventud me hervía descontroladamente, ahora, en la madurez avanzada y en la vejez me sigue dando problemas. Y así, entre pensamiento y pensamiento, repasando vidas y vivencias, acordándose de un ayer que pasó, mirando cómo comparten estos primeros pasos de la mañana con jóvenes que están abriendo la vida al futuro , llegan al Centro de Salud para mirarse cada mes el "sintróm". Y, sin expresarlo  tácitamente, hacen una confesión de tiempo pasado, de vida que se va agotando en una frase que lo resume: tú a clase y yo al sintróm. Los dos personajes caminan  despacio.  No se volverán a encontrar hasta el mes próximo, pero los personajes, encarnados en otros sujetos seguirán siendo protagonistas de las mañanas en las calles de mi ciudad, unos al instituto y otros al centro de salud. Suerte a ambos.