“¿Falta mucho?” –me preguntó mi acompañante de ayer, un hispanista francés de mediana edad, pregunta que llevaba implícita el cansancio y la queja. A media  por la ladera umbría, subida fatigosa e incómoda,  el tono oscuro de la montaña era como si pesara. Mañana fresca, cielo nuboso y viento fuerte, encrespado en las ramas desnudas de los robles. Ni un pájaro, la vida agazapada y mi acompañante insistió: “¿Falta mucho?”. Dejé pasar un buen rato antes de contestarle: “No, nada, dos horas y llegamos”, respuesta mentirosa, porque en realidad nos encontrábamos a menos de treinta minutos, que a él le sentó fatal.

-Pero no decías que estaba cerca.

-Bueno, eso según se mire. Dos horas, tres, qué más da. ¿No te gusta tanto la naturaleza? ¿No eres ecologista?

De repente sentí que no debía enseñarle, disuadido por la conversación caminera,  ese ojo de agua, escondido entre canchales de granito, punto de encuentro, avituallamiento y descanso para los maquis de Ávila, Salamanca y Cáceres, que apenas hará un par años me descubrió un ganadero, Eladio V. G.,  el mismo que de repente nos salió al atajo sin que  le hubiésemos sentido: “A las buenas tardes”, nos saludó, “otra vez usted por aquí fatigando las piernas”, saludo puntual y gerundio exacto, porque el reloj pasaba de las doce y ciertamente me sentía fatigado, quizás menos que mi compañero, pero sin duda fatigado y Eladio me lo notó enseguida, ya no subo como subía antes, para qué engañarme.

-Pues sí, estirando las piernas –le contesté, guiñándole un ojo y llevándome el pulgar a la boca, gesto de secreto que captó sobre la marcha-. ¿Y usted?

-A por terneros para vender. Ando aperreado, los pagan en perrinas, pero los piensos se nos miden en billetes. Creo que hay elecciones, pues los va a votar Rita la cantaora.

Hombre, ¿no va usted a votar?

-A nadie, por estas –y cruzó los dedos.

-¿Y su mujer y su padre?

-Tampico, a nadie.

-¿Y sus hijos, hermanos y demás familia?

-Pues allá cada cual con su avío, mas me barrunto que tampico.

-¿Y por qué dice usted tampico?

-Pues porque no quiero decir tampoco, el castellano es mío, ¿no dicen por ahí la médica o la jueza cuando siempre hemos dicha la médico y la juez? Pues tampico. ¿No me ha contado usted que el castellano es el del pueblo?

-Sí, Eladio, tampico me parece mal, mejor dicho, tampico es una palabra que está muy bien.

-Pues se la regalo.

-Se la cambio por el voto.

 -No, el voto será, cuando sea, para quién nos suba el precio de venta de los terneros, nos baje el de los piensos y nos devuelva la médico al consultorio. Pero entovía se prenda esa candela, mi voto pa naide, y amén –dicho lo cual se besó el pulgar y después se frotó la nariz con el índice, como si fuera a sacar lumbre.

Ah, y tampico pa esos de la España Vaciada. Me ha contado chico  que en la capital lucen esa camiseta los que enantes se paseaban con otra.   

Mientras deshacíamos el camino acuné la certeza de que mi acompañante estaba echando las muelas y también la de que Eladio, su padre, su mujer y su chico tampico votarían. Pues tengo claro que la abstención no sirve, probé a disuadirle.

 -Qué, echamos una pinta y hablamos del voto, yo le invito con mucho gusto.

-Hablamos cuando usted quiera en llegando al pueblo, pero usted no me invita, en mi casa mando yo, se viene y compartimos lo que Antonia nos ponga, ¿hecho?

-Hecho –y seguimos bajando, después hablamos largo y tendido, tras dar la boleta al francés, que se marchó refunfuñando.  

¿Los convencí que votasen? Vamos a ver, el voto es secreto y yo jamás romperé el secreto que me confían un hombre y una mujer que me abren las puertas de su casa, solo añadiré que este tinglado está llegando a su límite. (Antonia, Eladio: un abrazo).