Santificada por toda la izquierda. Vengan a nosotros tus libros, hágase la capacidad, de pensar por nosotros mismos; venga a nosotros la paz que no predicaste, y hágase la voluntad de desear tu eterno descanso. Danos hoy la tribuna de cada día, y perdona las burradas que dicen unos, como también te perdonamos las que decías tú, no nos dejes caer en el guerracivilismo ahora que ya estás en paz, y líbranos de tanto opinador que ni siquiera te ha leído, Amén.

La muerte de la escritora Almudena Grandes sorprendía a todos aquellos que desconocíamos que padecía un cáncer de pulmón incurable. 

La España de caínes y abeles resucita con cada muerto si el desdichado era un guerrillero social de la contienda nacional "incivil", que diría Gonzalo Santonja.

La escritora, Premio Nacional de Narrativa en 2018, ha conseguido devolvernos, una vez más, a esa España inculta de la que no queremos salir. Porque probablemente si saliéramos de ella, tendríamos que inventarnos una nueva que nos subyugara para justificar nuestra agitación interior.

Corremos sin avanzar un sólo centímetro como ratones en la rueda del odio, cada vez más rápido, cada día más enloquecidos. La alternativa es dejar de correr y exigir salir de la rueda. Pero para eso habría que tener una masa social mucho más preparada intelectualmente. Y una Educación libre alejada del adoctrinamiento. Y gracias a esta guerra absurda sobre una guerra acabada, son muchos los que llevan años llenándose los bolsillos mientras seguimos corriendo sin destino alguno en nuestra rueda.

Conocida por su clara postura de izquierdas, Almudena Grandes relató las penurias de la España que perdió la guerra y mantuvo erguido hasta el final su implacable dedo acusador hacia la otra España, la criminal, sin pelos en la lengua a través de la herramienta que mejor manejaba: la palabra.

Lo que no terminamos de entender, es que ella tenía la libertad para ejercer así su influencia en sus lectores, y los demás, la de decidir por nosotros mismos si esos artículos o reflexiones merecían nuestra lectura o respeto.

En el lodazal de las buenas y malas maneras de las redes sociales, quienes la consideraban "de los suyos" se han apresurado a exagerar su pésame, muchos de ellos probablemente sin haber abierto uno sólo de sus libros. Hay quienes se han atrevido, incluso, a compararla con Benito Pérez Galdós, sin haberlo leído probablemente tampoco.

En un guiño al escritor canario, la escritora fallecida nos dejó sus Episodios de una Guerra Interminable, que lo era porque no se podía volver el tiempo atrás para conseguir que la ganara el bando que la perdió. Como si no la hubieran perdido todos aquellos que acabaron con un disparo a las puertas de la tapia de un cementerio, en una fosa común o ahorcados de cualquier rama, independientemente del bando en el que creyeron más justo luchar. 

Ochenta años después de que acabara una Guerra Civil que no hemos vivido ya casi nadie de los que aquí estamos, continuamos juzgando la obra de un autor por su ideología. 

Así, para quienes comulgaban con el ideario político de Almudena Grandes, se ha ido poco más o menos que la Shakespeare de la izquierda española, y para quienes eran víctima de su odio y desprecio a través de sus tribunas, se ha marchado una escritora de poca monta.

De su obra, ni hablamos. Y si lo hacemos, que no se note que lo hemos leído en Google, ese mago que nos ofrece a golpe de clic ser los cultos más ignorantes del mundo. Lo terrible es que lo aceptemos sin despeinarnos.

Tendemos a sobredimensionar la obra de aquellos que comparten nuestra manera de pensar. Eso nos permite sentirnos más protegidos por no se sabe muy bien quién o qué, más unidos a nuestra tribu, en un país donde cada vecino quiere identificarse consigo mismo creyendo que sus diferencias con el de al lado lo convierten siempre en alguien más importante o moralmente superior que el otro. Aldeanismo de Siglo XXI. El otro como enemigo. Siempre. 

Una cuenta de Vox de un municipio que ahora mismo no recuerdo y no pienso consultar en Internet, dice de la autora fallecida algo así como que vivió con el mismo odio con el que murió. Tan desafortunado, desagradable y ruin ese tuit, como aquel comentario de la autora imaginándose cómo disfrutarían las monjas violadas por los milicianos del Frente Popular. El mismo odio con distinta chaqueta. 

Cuando un escritor fallece, como es el desgraciado caso de Almudena Grandes, lo que uno puede hacer es leer o volver a leer su obra, si a uno le apetece. El esfuerzo de leer a quien te consideraba su enemigo por el mero hecho de pensar diferente, es un ejercicio de inteligencia y tolerancia de difícil pasto para algunos. Poder afirmar que escribía maravillosamente, sería digno ya de una tesis doctoral. Muy español, no será.

Claro, que decidir no leerlo, es también simple y llanamante un ejercicio de libertad individual como quien decide no leer a tantos otros escritores a lo largo de esta vida cortísima que se nos da. Leer a Almudena Grandes no lo hace a uno más comprometido con las injusticias, ni más de izquierdas, ni más solidario, ni más culto. Simplemente, lo hace a uno lector de Almudena Grandes.

Recuerdo cuando falleció ese monstruo del columnismo gracias a quien muchos comprábamos aquel periódico de Pedro J. Ramírez para entender mejor esa España que nos desnudaba Paco Umbral en sus placeres y sus días. Eran los Episodios Nacionales de aquel Madrid de Pitita, FG, Roldán, Aznar y Sabina

El escritor y articulista madrileño que conmovió a todo el país con un Mortal y Rosa que es una obra maestra del dolor, era un hombre de izquierdas. Sin ambigüedades. Pero nadie lo leía por ser de izquierdas o no, sino por la calidad de su literatura.

A pesar de que fue crítico con ese socialismo aznarista del Felipe González de los últimos años y de que tampoco tuvo pelos en la lengua a la hora de repartir estopa a la derecha snob, su depurada literatura competía en la liga de los dioses de la palabra que, pudiendo elegir el odio directo, eligen una exquisita sátira.

Sin ánimo de comparar a Almudena Grandes con Francisco Umbral desde un punto de vista literario, no recuerdo por entonces mensajes de odio ni guerracivilistas tras su fallecimiento. 

Si bien es cierto que por aquellos días el estercolero de odio opinador y polarizador llamado redes sociales eran tan sólo un juego con el que soñaba un Zuckerberg adolescente que quería ligar, me cuesta recordar que alguien pusiera en duda el legado de Umbral sólo por ser de izquierdas.

Por entonces estaban latentes esas dos Españas que intentaban ser educadas la una con la otra sin caer en el guerracivilismo. Aunque fuera por una cuestión de elegancia, responsabilidad y respeto. Daba cosica ir de guerracivilista porque todos teníamos a un amigo, un familiar o un abuelo, que probablemente habría sufrido en el bando contrario. Luego llegó Rufián y toda esa gente que convirtió el Congreso en una trinchera con alambradas pisando con sus suelas de barriobajero lo conseguido por todos los que cedieron en su día para que dejáramos de odiarnos.

A Umbral le tocó la España que no debimos dejar de ser nunca. A Almudena la de los vientos que le gustaba sembrar y las tempestades que recogemos cada día. Porque de las Españas latentes a las que se odian sin conocerse, tan sólo había un paso: despertar el odio. Una vez más. 

Descansa en Paz, Almudena. En Paz. Porque todos los odios surgieron en adultos que un día fueron niños. Porque los odios se aprenden. Los de quienes por su odio o el tuyo desprecian tu literatura y los de quienes por el mismo motivo la ensalzan. Y por encima de todo ello, tus libros. DEP.