La obediencia debida

La toma de la Acrópolis, en 1941, por el ejército nazi. Archivo Federal Alemán

Hace un tiempo tuve la oportunidad de charlar con el presidente de una de las empresas del Ibex 35, en su despacho, y más allá del interés que toda la conversación tuvo por sí misma, uno de sus argumentos quedó retumbando en mi cabeza, y aún lo hace hoy, fué en relación al concepto de “obediencia debida”. Según esta idea, una práctica cometida por determinada persona, aún superando determinados límites: morales, éticos, e incluso en generación de dolor, o daño, en cualquiera de sus afecciones (físico, moral, económico, etc…), pudiera ser atenuada por haberse practicado bajo el cumplimiento de una orden dada. De esta manera, se descarga de responsabilidad al actor directo de la acción, y por si no me había quedado clara la idea, mi interlocutor me puso el ejemplo de los oficiales nazis, en su quehacer, no asignándoles responsabilidad, en cuanto a que habían cumplido órdenes ...¡escalofriante!

¿Será la obediencia el rasgo fundamental sobre el que se selecciona a los cuadros en el mundo de la empresa, más allá de la meritocracia real sobre la capacidad de cada persona?

Es muy interesante enfrentar la dualidad Responsabilidad versus Obediencia Debida, y los límites que éste último concepto pudieran poner a la propia responsabilidad.

El psicólogo Stanley Milgram, en 1961, realizó un conocido experimento, en el que intentaba cuantificar hasta dónde llega la obediencia a la autoridad, cuando se enfrenta a la conciencia personal.

Milgram seleccionó a voluntarios, hombres y mujeres, de entre 20 y 50 años, de cualquier condición social conformes con ser parte de un experimento sobre aprendizajes. La forma de hacer se iniciaba en un, aparente, sorteo, entre dos personas, en la que uno sería el maestro y el otro el alumno.

El experimentador y el maestro, se situaban en una habitación contigua al alumno, quien debía memorizar pares de palabras que el maestro recitaba, y ante un fallo, realizaba una descarga eléctrica al alumno, que eran leves al principio y que poco a poco, ante la reiteración de los errores, iban subiendo en intensidad; a los 75 voltios empezaban las quejas, a los 120 el alumno empezaba a gritar, mientras el experimentador exigía al maestro que continuase con las instrucciones, pasando por los 135 y los 150 voltios, con gritos ya estremecedores del alumno, a los 180 voltios la víctima no quería continuar y exigía el final de su tortura, mientras en el maestro aparecían las dudas, sofocadas ante la insistencia del experimentador para que prosiguiera con su cometido: “El experimento requiere que continúe”, “es absolutamente esencial que continúe”; hasta llegar a decir: “No tiene elección. Debe continuar”. A los 270 voltios el alumno agonizaba, y a los 300 ya era incapaz de contestar las preguntas, entre estertores.

La realidad del experimento es que el único sujeto de él, era el maestro, no el alumno, quien realmente formaba parte del equipo experimentador, siendo siempre el mismo sujeto.

Los resultados fueron más que reveladores: ningún participante se negó, en rotundo, a aplicar más descargas antes de alcanzar los 300 voltios… ¡y el 62% de los maestros llegaron hasta los 450 voltios, a pesar que, desde los 300 voltios, el alumno no daba ya ninguna señal de vida!

Poco tiempo antes del experimento de Milgram, se inició el juicio a Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS nazis, y responsable directo de la llamada solución final, que incluía el transporte de deportados a los campos de concentración, quien durante el desarrollo de la causa utilizó el argumento de que él solo cumplía órdenes de la manera más eficaz posible, presentándose así mismo como un funcionario que solo pretendía ascender, y promocionarse, en su carrera militar… ¡simplemente aterrador!

Milgram se efectuó una acertada pregunta: “¿La obediencia que se rinde al superior jerárquico, es circunstancia eximente de responsabilidad en los delitos?”, que habría sido la adecuada a hacer al presidente de aquella empresa del Ibex 35 que me recibió en su despacho, tras defender, ante mí, el concepto de obediencia debida, como mitigante de la responsabilidad, por ejemplo de un ejecutivo que vende determinado producto aún a sabiendas de ocultar alguna información de relevancia, o el responsable de la agencia de calificación que emite un informe a medida, o el director de un medio de comunicación que contamina la realidad ad hoc.

Quizás porque la dicotomía entre “Obediencia Debida Vs Responsabilidad” se reduzca a lo que expresó el escritor uruguayo, Eduardo Galeano: “El torturador es un funcionario. El dictador es un funcionario. Burócratas armados que pierden su empleo si no cumplen con eficacia su tarea. Eso y nada más que eso. No son monstruos extraordinarios.”

La pregunta es: ¿seremos capaces, cada uno de nosotros, antes de cometer determinados actos, actuar en base a nuestra propia responsabilidad, antes que cubrirnos en la obediencia debida?