Sánchez y la edad de la inocencia

El líder del PSOE, Pedro Sánchez/Paco Campos/EFE

Por Rubén Diez Tocado, @dieztocado1

Para conjurar los momentos de bloqueo creativo, el director de cine Billy Wilder recurría al influjo sanador de otro genio. Tenía en su despacho un cartel, entre consejero y claudicante, desde el que se preguntaba: “¿Cómo lo haría Lubitsch?”. Rajoy hace mucho tiempo que tiró a la basura el suyo: “¿Cómo lo haría Aznar?”. El otro día, con motivo del ochenta cumpleaños de Vargas Llosa, se reencontraron. En otras ocasiones habríamos dicho que la tensión se cortaba con un cuchillo. Lo del otro día no dejaba espacio para la tensión: todo era cuchillo. Y de montería. Bien paseado, con donaire en el caso de Aznar, que a punto estuvo de agacharse a tocar el filo mientras decía mirando a cámara: “cuchillitos a mí”. Rajoy encajó el incomodo mirando en lontananza, con los ojos perdidos.

Esto Rajoy lo borda, sobre todo cuando hace como que busca entre la gente un pacto de gobierno que nunca llega. “No lo entiendo, pero si habíamos quedado aquí”. Como en el comienzo de una película gore, lo peor vino después. Aznar habló. Dijo en su presencia que se necesitan “nuevos líderes a la altura de los desafíos”. A Rajoy no le preocupó en exceso (¿algo lo hace?). Por el momento tiene el partido bien atado. Un presidente confirma el apoyo de su gente cuando una mañana afirma ante los micrófonos su verdad pontevedresa, dos más dos suman cinco, y ve como a lo largo del día los suyos van saliendo a la palestra a decir que sí, que dos y dos son cinco, son cinco, cágüendiez.

Lo que no se entiende es que Vargas Llosa no invitase también a Pedro Sánchez. Y no sólo por haber pactado con Rivera, él, sí, invitado junto con su novia. Me refiero a la edad. El escritor parece haber emprendido una carrera de rejuvenecimiento trepidante cuyo botón de muestra es haber dejado a su mujer de toda la vida para irse con otra que es nuestra mujer de toda la vida. Conocemos tanto a Preysler que más de uno, al verla del brazo del Nobel, se pregunta: “¿quién es ése que va con la filipina?”. No sólo es cada día más joven: revitaliza a los que la rodean. Su tasa en este aspecto es aceptablemente positiva: lleva ya tres maridos pero sólo ha enterrado a uno. De seguir rejuveneciendo acudirá al funeral del siguiente vestida con pololos, cantando "El burrito Pepe". A Pedro Sánchez le sucede lo mismo, pero acelerado y ganando en inocencia. En tres meses pasó de estar muerto a revivir, alcanzar la edad de Vargas Llosa, rebasarla y seguir descendiendo. Por eso tendría que haber estado en esa fiesta, por haber sido alguna vez compañero de quinta del premio Nobel. Y para garantizar su éxito en los corrillos. Los asistentes no hablarían de otra cosa; ver cómo un tipo empieza en los canapés con 40 años y se larga en su coche horas después con poco más de 30, dispuesto a quemar la noche.

La creciente juventud de Sánchez, a diferencia de la de sus anfitriones imaginarios, es de carácter mágico. Responde a un híbrido peculiar de Dorian Gray y Benjamin Button. Su diablo es Susana Díaz y su conjuro estas tres palabras: pacto de progreso. Cada vez que las pronuncia se quita años de encima para cargárselos al cuadro, aunque por dentro esté cada vez más carcomido, sin saber a qué atribuírselo. Como el niño en que va camino de convertirse confunde sus emociones. Por eso nunca pierde la sonrisa. Él cree que estar triste es de cobardes. O peor aún: de derechas. A medida que se acercan las segundas elecciones, con un Pablo Iglesias tan montaraz, Sánchez parece más el baloncestista que alguna vez fue. Hasta ha perdido el leve lucero de canas que lucía en el flequillo de los carteles electorales. A la próxima ejecutiva del PSOE acudirá con vaqueros rajados y una carpeta de gomas con estampaciones, recién salidito del Ramiro de Maeztu. Morirá siendo bebé.