Zaragoza
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No todos los negocios consiguen sobrevivir generación tras generación y conseguir ese título de “históricos”. Para estar a pie de cañón durante 100 años hace falta dedicación, amor y muchas ganas de hacer bien las cosas. Por ello, aquellos que lo logran, merecen un reconocimiento especial, uno como el que ha recibido recientemente la pastelería Alejos de Alcañiz (Teruel).

En concreto, este Premio Lanzón de la Asociación Provincial de Pastelerías de Zaragoza ha ido para Antonio Alejos, actual propietario de este negocio familiar que fundó su abuelo en 1925 en la plaza de España de Alcañiz. Con él, se ensalza su esfuerzo y preservación por la tradición.

Antonio, que protagoniza la tercera generación al frente de la pastelería, reconoce que no se esperaba el galardón, aunque se encuentra muy satisfecho y agradecido de que todo el trabajo se vea valorado. No obstante, no hay mejor premio que contar con una clientela fiel y que día a día la gente consuma sus dulces.

Esa calidad y fabricación artesana han formado parte de la historia de la pastelería desde su origen, cuando su abuelo Antonio comenzó todo.

“A mi abuelo de joven lo mandaron a trabajar fuera, estuvo en Tarragona, en Zaragoza, también en Madrid. Durante el verano, la pastelería no se consumía en las poblaciones, no había frigoríficos, así que se iba a trabajar a hoteles, balnearios o centro vacacionales. Allí conoció a muchos pasteleros y a veces se iba a Madrid con ellos”, comienza Antonio.

De esta forma, su bisabuela, al ver que su hijo se marchaba de Alcañiz, compró una pastelería (y la casa) que se vendía en la localidad. “Mi abuela forzó la máquina para que mi abuelo se quedara aquí y pudiera trabajar. Coincidió que salió esa oportunidad, si no, no sé donde estaríamos ahora”.

Desde entonces, la pastelería Alejos ha endulzado la vida de todos sus vecinos, salvo en el periodo de Guerra Civil: “La requisaron, mi abuelo se tuvo que marchar, pero después volvió a rehacerla con mi abuela”.

Tras ese parón, el negocio continuó su curso con su abuelo y después con su padre José Luis. “Cuando tuvo edad de trabajar, entró a la pastelería. Le gustaba mucho y con los años se hizo con ella. Mi padre vio que se quedaba pequeño el horno que había y buscó otro local donde poner el obrador”, repasa la evolución Antonio.

En el año 2002, la empresa ya pasó a sus manos, junto con su mujer Isabel, aunque anteriormente llevaba muchos años conociendo la profesión. “Cuando fue nuestra hicimos la reforma integral, inauguramos una pastelería nueva con cafetería, vitrinas para helados y una tienda grande. La adecuamos a lo que se llevaba”, explica.