Estas semanas he vivido una experiencia de contrastes audiovisuales de difícil explicación. En una noche de insomnio, en ese momento en el que el calor aprieta y uno ansía dormir, buscaba fórmulas que me entretuviesen y, de esa forma, pudiese caer rendido sobre mi almohada.
Por todo ello, decidí hacer algo que nunca acostumbro a realizar. Cogí el móvil (algo poco recomendado) e inicié un frenético maratón de visionado de vídeos cortos a través de una conocida red social. Cada fragmento, a cuál peor, se caracterizaba por su corte humorístico, una tendencia clara a llamar la atención de la manera más burda posible y, todo ello, acompañado con música de moda y del momento.
Sin embargo, y he aquí mi error al agarrar el móvil, me obsesioné con una circunstancia que era común a todos los vídeos: cada uno de sus protagonistas se presentaba como un “busto parlante” ante la cámara, me hablaban, y lo hacían de forma expresiva en un gran primer plano.
¿Qué había pasado con el primer plano? ¿Había perdido toda su expresividad y fuerza? ¿Lo habíamos vaciado de sentido? Resta decir que todos estos pensamientos no me ayudaron a caer dormido, sino a darle más vueltas a la cabeza.
Y así ocurrió, especialmente, porque días antes había tenido la oportunidad de ver algo totalmente distinto. En mayo de 2024, el Festival de Cannes recuperó para los amantes del cine uno de los mayores logros de la historia del séptimo arte: la “gran versión” de Napoleón de Abel Gance (1927). Esta película, de más de 9 horas de duración, retrataba la vida del gran dirigente francés de forma vanguardista, emocional y detallista.
Su recuperación, tras una restauración de más de 15 años, permitía a los espectadores redescubrir los intentos de un artista (varios, si incluimos a los “impresionistas” franceses de los años 20) que retaba las reglas del cine y, ante todo, quería explorar los límites de la representación humana.
En mi descubrimiento de esta “gran versión”, quedé asombrado por la obsesión de Gance por los rostros, por el uso del primer plano como una herramienta que martilleaba la pantalla gritando a los cuatro vientos, “¡quiero entenderte!”. El primer plano como una forma de escrutar el alma del ser humano, recorriendo de forma emocional las caras de los protagonistas, sus expresiones, sus gestos, sus reacciones.
Los cineastas “impresionistas” de los años 20 experimentaron con el montaje rápido, los fundidos, el uso de filtros en las cámaras, las primeras experiencias con el color, e incluso el formato panorámico, como el caso del final de este Napoleón de Gance.
En definitiva, estos creadores quisieron experimentar, pero se obsesionaron, fundamentalmente, por la importancia del primer plano en el cine y en el audiovisual, en general. Para ellos, el concepto de fotogenia era clave.
De esta forma, y a través de la obsesión por los rostros, la imagen se convertía en elemento vertebrador y clave de la esencia artística del cine. Esa “sinfonía visual” tomaba sentido en el primer plano, objeto misterioso de culto que, en las salas oscuras de cine, se tornaba mágico.
Para Barthes, la presencia del primer plano, era una “punzada” que marcaba sus “ojos con un valor superior”. Era un espejo del espectador que se sentía atraído y apelado de forma sorprendente a la pantalla.
Como explicaba Marcel Martin en su maravilloso libro El lenguaje del cine: “un primer plano de un ojo, ya no es el ojo; es UN ojo, es decir, la apariencia mimética en la que, de repente, aparece el personaje de la mirada”.
Y concluía: “un rostro, bajo la lupa, se pavonea y despliega su ferviente geografía… Es el milagro de la presencia real, la vida manifiesta, abierta como una hermosa granada sin su cáscara, asimilable y bárbara. Teatro de la piel”.
Todo eso sentí viendo Napoleón, como si el viejo embrujo resucitase y plantase el misterio en mí. Por el contrario, en la noche de insomnio, por desgracia, volví al desengaño y perdí la esperanza ante un móvil y un rostro que no me decían nada. El vaciado de las imágenes solo puede asumirse con una ligera tristeza y una resignada resistencia ante la posibilidad de caer sumergido en la oscuridad de los sueños.