A las 17.30 salimos del Caixaforum y el aire seco nos dio en la cara como si alguien hubiese abierto la puerta de un horno en plena cocción. Era uno de esos días sin nubes en Zaragoza, donde la atmósfera hierve y la ciudad parece desafiar los límites del cuerpo humano. Caminábamos en dirección a la plaza de Roma, cruzando el gran solar de El Portillo, ese espacio urbano que sigue siendo una herida abierta entre los barrios del Carmen y Delicias. Un vacío sin resolver que, durante años, ha simbolizado más lo que falta que lo que está por venir.

No íbamos deprisa. Sentía el suelo como quien pisa brasas. Me agaché y toqué el pavimento. Era un calefactor natural: irradiaba calor como si la tierra quisiera devolver al cielo lo que este le ha dado de más. José María, siempre preciso, rompió el silencio con uno de sus habituales datos, que no son opiniones, sino pruebas. Es un científico serio. Me dijo:

—Hace unos días, según AEMET, la temperatura del aire era de 38 °C. Pero eso solo mide lo que flota. En la acera registramos 59,2 °C y en el asfalto, 63,8 °C. Son superficies que no solo retienen el calor: lo multiplican. Bajo sombra, en cambio, el asfalto apenas llegaba a 47 °C, y la acera, a 35. Me hubiera gustado medir césped húmedo o zonas ajardinadas, pero no había. Solo piedra, hormigón y superficies impermeables.

Lo escuché con el mismo asombro que cabreo.

—¿Y esto es lo que llaman “espacio público de calidad”? —solté en voz baja—. Pavimento que fríe los sueños y sombras que existen solo en los planos de los proyectos.

José María no respondió. No hacía falta. Seguimos caminando por el desierto destartalado de El Portillo. Me detuve un momento para observar una infografía del proyecto publicada por el Ayuntamiento de Zaragoza. Calles amplias, urbanización sin alma, proyectos empezados por el asfalto en lugar de por la vida. Mal.

—¿Sabes qué es lo mejor del proyecto de El Portillo? —le dije, somarda—. Que empezaron por los viales. Después, los edificios. Y al final, sorpresa: un parque residual. Como guarnición en el plato. Perejil para decorar.

Me corrigió sin tono de reproche, como siempre hace:

—Se priorizó la conectividad vial. Sí, el verde quedó supeditado. Pero aún puede reconducirse. ¿No lo crees?

Me volví a agachar. El suelo seguía ardiendo. Literalmente.

—Esta ciudad tiene lugares donde no se puede vivir. Solo sobrevivir. Y encima, aún hay quien dice que “no hacen falta tantos árboles”, que son molestos, que amenazan con los fuertes vientos, que manchan e invaden el espacio público. Mientras tanto, nos estamos asando.

Él permaneció sereno, como si se enfrentara a una ecuación más que a una tragedia cotidiana.

—Con una cobertura arbórea del 35 %, podríamos reducir entre 10 y 15 grados la temperatura superficial. No es estética. Es salud pública.

Tenía razón. Pero eso no luce en los renders. No hay nada que “justifique el presupuesto” mejor que una buena explanada de granito. Lo verde no brilla en las infografías, ni en los discursos de adjudicación. Total, si el ciudadano se abrasa, que se compre un coche con aire acondicionado.

José María volvió la mirada hacia el solar, como si revisara un plano invisible sobre el terreno.

—El Portillo es una oportunidad —dijo con convicción—. Puede ser un verdadero corredor verde. Con árboles que den sombra, no excusas. Con suelo permeable, no más cemento. ¿Te acuerdas, Paco, de cuando me hablabas de la Milla Digital como un parque equipado desde la Torre del Agua hasta el Paraninfo, pasando por el Pabellón Puente, el Caixaforum y El Museo Pablo Serrano?

Asentí como si saliera de un sueño.

—Y con vecinos que lo vivan, lo cuiden. No podemos permitir que la ciudad sea solo un espacio productivo para inversores y fondos buitre. La ciudad debe ser un lugar para vivir. Y vivir no es circular rápido, es poder sentarte bajo un árbol. Contemplar. Conversar. Estarse sin prisa, confortablemente.

Entramos en el corazón del solar. Arena compactada, grietas, antiguos raíles como cicatrices mal cerradas. Todo pedía una segunda oportunidad. Llevaba décadas pidiéndola.

—Si algún día esto se llena de árboles, fuentes y bancos bajo sombra —le dije, en un suspiro—, te invito a un buen ternasco. Pero en otoño.

Él sonrió y apuntó su medidor láser hacia un coche aparcado, oscuro, tragando sol como una trampa térmica.

Chapa negra. 72,9 grados.

Seguimos caminando, rodeados de un silencio radiante. El sol golpeaba sin tregua cada superficie, cada rincón sin sombra. Pero al menos nosotros caminábamos con la certeza —o la esperanza— de que otra ciudad es posible. Que aún se puede diseñar una Zaragoza donde la salud, el confort y la vida compartida estén por encima de la rentabilidad del metro cuadrado.

Soñar la ciudad que todavía no existe es, quizá, la forma más necesaria de empezar a caminarla.

Francisco Pellicer, geógrafo y presidente de la Asociación Legado Expo Zaragoza 2008