No reconocemos lo que no nombramos. Por eso vamos al psicólogo y nos desahogamos con quien no nos juzga. No obstante, dejar que las cosas digan su nombre y pasar a la siguiente pantalla en el nivel de consciencia suele exigir valor y grandes dosis de aceptación; y por eso hay quienes nunca van al psicólogo y nunca intiman demasiado: porque la vulnerabilidad exige cierta práctica y fortaleza.

Algunos pacientes tardan años en pronunciar la palabra cáncer; y hay quienes hablan de eso que les detectaron o de una larga enfermedad. También están las amigas, que no amantes; los amigos de lo ajeno; los daños colaterales y las personas de color, diferentes, al parecer, de las translúcidas. En todos los casos, lo manifestado es tan real como la ocultación, al menos parcial, de su naturaleza.

Los más moralistas dirán que media verdad es una mentira; pero no es menos cierto que, a veces, ayuda a sobrevivir y que un eufemismo a tiempo puede salvar al orador de un conflicto si el oyente se hace el tonto o directamente lo es.

La esfera política ha sido siempre una mina en el terreno del eufemismo. Su audiencia, más que de necedad, peca de polarización y de un impulso irracional de reafirmar sus creencias que supera con creces al de conocer la verdad. Así nos va, si me permiten el desahogo. Porque, además, en un ‘ring’ en el que la aritmética de los pactos es complicada, eso da pie un rosario de ocurrencias y pseudorealidades constante.

Un despido es siempre un despido; por mucho que se venda como un ajuste más o menos necesario; y un rearme será siempre un rearme, por más que el presidente quiera llamarlo tecnología de doble uso. Nadie cuestiona que adquirir armamento servirá para otros fines y reactivará las contrataciones; pero minimizar una palabra a una de las acepciones que contiene, queriendo abarcar el todo, y obviando el contexto y la situación, pervierte su sentido original.

La expresión daño colateral llegó a las grandes audiencias durante la guerra del Golfo Pérsico en 1991. En los informes militares televisados, era utilizado para referirse a las víctimas civiles durante el bombardeo de Irak. Años después, en 1999, un bombardero estadounidense sobrevolaba Belgrado como parte de la campaña de ataques aéreos de la OTAN para forzar la rendición del líder serbio Slobodan Milošević en la Guerra de Kosovo.

El 7 de mayo de ese 1999, la embajada de China fue atacada por error y fallecieron -permítanme el pseudónimo- tres ciudadanos chinos. Pekín habló de crímenes de guerra y el portavoz del Pentágono, Kenneth Bacon, dijo aquello que se sigue estudiando en discurso político: “Tenemos los mejores pilotos del mundo, el mejor armamento, las misiones mejor planificadas y las fuerzas mejor entrenadas, pero es imposible evitar los daños colaterales”. En ese momento, el presidente de los Estados Unidos era Bill Clinton, otro referente en el uso del eufemismo en situaciones complicadas, como con su relación inapropiada con Mónica Lewinsky.

Los ejemplos abundan en todos los campos; hablamos de reestructuración para referirnos a despidos masivos y de ajustes fiscales en vez de recortes. A veces la desaceleración económica se parece mucho más a una recesión que a una ralentización; y fue Obama quien habló del uso de la fuerza autorizada para impregnar de legitimidad las acciones militares de Estados Unidos en el extranjero en un contexto de lucha contra el terrorismo.

Soluciones habitacionales, crecimiento negativo, desvío de fondos o pago en cómodos plazos, como si pagar fuera en algún caso una comodidad, son otros de mis favoritos.

No obstante, me gusta pensar que el lenguaje claro es una forma de legitimar la democracia. Que nombrar las cosas nos ayuda a hacerlas visibles y a tener un criterio. Y, en última instancia, a considerarlas desde la libertad; siendo eso un acto de amor y de respeto por nosotros mismos y por los demás.

Hace poco leí en un artículo de Cuca Casado que la forma más elevada de amor es la consideración, porque considerar viene del latín ‘considerare’: el prefijo ‘con’ se puede traducir como: ‘todo’; la raíz ‘sider’, indica ‘astros’. Por lo que su significado podría expresar algo parecido a “mirar conjuntamente con las estrellas”.

Consideremos, entonces, elegir muy bien nuestros eufemismos. Sobre todo, si de eso dependen las grandes (o pequeñas) decisiones de la sociedad.