Zaragoza
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En 2002, Elena Voicu dejó atrás Rumanía sin saber que Zaragoza acabaría convirtiéndose en su hogar. No fue una decisión tomada desde la ambición ni desde el deseo de emigrar, sino desde el dolor. En apenas unos años perdió a sus padres -su madre con 49 años y su padre con 56- y, poco después, a su hermano mediano, "asesinado con tan solo 31 años". Aquellas pérdidas fueron el golpe definitivo. "Sentía que me volvía loca. Lloraba cada día en cada rincón", recuerda.

A pesar de tener estudios, trabajo estable y una vivienda propia, Elena "no podía más". Trabajaba en loterías y apuestas deportivas, hablaba rumano, ruso y francés, pero el vacío emocional la empujó a aceptar el primer contrato que apareció: "Cuatro meses y medio para la recogida de fresas en España", explica.

Su llegada a la península fue todo menos fácil. El destino inicial fue una finca aislada en Andalucía, "a cuatro kilómetros del pueblo más cercano". "Jornadas de ocho horas sobre la tierra, caminatas diarias para poder comprar comida y apenas dos días a la semana para asistir a una clase de español de una hora", señala, a la par que detalla que, por aquel entonces, "no sabía decir ni una palabra en español".

Elena, en Andalucía, durante su primer trabajo en el campo. E.E Zaragoza

Pero, lo que parecían unos planes fijos, cambiaron de la noche a la mañana. "La campaña terminó antes de tiempo por el mal tiempo y el fin de la cosecha. El contrato se rompió y me quedé con apenas 400 euros en el bolsillo y tres meses aún por delante", cuenta. Volver a Rumanía no era una opción. Así que, casi sin pensarlo, puso rumbo a Zaragoza.

Los primeros meses en la ciudad fueron "desesperantes". Buscó trabajo "como loca", con apenas diez horas de español aprendido. Colocó anuncios, llamó a puertas, y "nadie respondía". Fue entonces cuando se planteó seriamente en regresar a su país.

Pero algo la retuvo. Un día, al salir de la basílica del Pilar, sintió que debía quedarse. "No sé explicarlo, pero fue un milagro. Muchas veces me he preguntado por qué no volví a Rumanía, teniendo allí mi casa. Y siempre llego a la misma conclusión: tenía que quedarme aquí", relata.

Ese sentimiento se reforzó más tarde, cuando por fin consiguió un empleo en la ciudad.

Su primer trabajo en Zaragoza fue como interna en el barrio rural de Casetas, cuidando a un matrimonio mayor. "Se llamaban Paquita y Mariano, él padecía Alzheimer y tenía un carácter fuerte", recuerda, aunque asegura que con el tiempo nació un gran vínculo entre ellos.

Elena habla con especial emoción de las personas mayores a las que ha cuidado. Recuerda cómo Mariano le pidió que, cuando muriera, le llevase un clavel rojo el Día de Todos los Santos. Ella cumplió. Desde entonces, cada 1 de noviembre recorre los cementerios de Zaragoza y Casetas, dejando claveles rojos "los más sencillos" en nichos de personas a las que cuidó o a aquellas que ya no tienen a nadie.

Pese a sus idas y venidas en Zaragoza, laboralmente hablando, asegura que "nunca se ha rendido". "Cuando se me acababa un contrato y me quedaba sin nada, seguía adelante. Era consciente de que son cosas que pueden pasar, por duro que sea. La vida no es un camino de rosas", asegura.

Y, es que, Elena en la capital de Aragón ha hecho de todo. Desde trabajar como limpiadora hasta de canguro. Una búsqueda de estabilidad continua que perseguía bajo una idea muy clara: "Lo único que cae del cielo es la lluvia. Si quieres algo, tienes que luchar", declara.

La Expo y la Torre del Agua

Uno de los trabajos más importantes de su vida llegó con la Expo 2008. Fue contratada como asistente polivalente en la Torre del Agua. "Ha sido uno de los mejores trabajos de mi vida, lo recuerdo como una labor muy especial para mí", asegura.

Cuenta que, durante su jornada, subía y bajaba 23 plantas a pie dos veces al día. "Tenía entonces 48 años", detalla.

Tras el cierre de la Expo, volvió la incertidumbre. Diez meses sin trabajo y otra vez la tentación de regresar a Rumanía. Pero decidió intentarlo una vez más. Se apuntó a una empresa de trabajo temporal y fue llamada para una sustitución en ayuda a domicilio. "Aquellas dos semanas se convirtieron en dos meses, y en agosto ya me ofrecieron un contrato indefinido", recuerda con orgullo.

Elena, en Zaragoza. E.E Zaragoza

"No es que no tenga abuela, pero las rumanas somos muy trabajadoras y muy cariñosas. Y en eso nos parecemos mucho a las mañas", dice entre risas. Y, es que, desde que llegó a Zaragoza en 2002, Elena se define como 'rumaña'. "Siempre digo que soy mitad rumana, por nacimiento, y mitad maña, por adopción", añade.

Porque si de algo está agradecida es de todo "el cariño, el respeto y la acogida que me han dado los maños". Y no es la única, asegura que muchos de los amigos que vienen a visitarla "siempre acaban enamorados de Zaragoza".

Desde 2002, Elena no hace planes a largo plazo. "Pensaba que las cosas me iban a salir de una manera. Todo cambió y aprendí", señala. Ahora, dice que prefiere vivir con "prudencia y agradecimiento". Viaja cuando puede, visita Rumanía de vez en cuando, pero no contempla regresar definitivamente. "Mi vida está aquí. Me encanta la vida en Zaragoza", asegura.