Muchos podemos estar de acuerdo en que antes de llegar a la situación actual el gobierno español debería haber hecho un esfuerzo mayor de negociación para reconducir la situación en Cataluña. Decir el gobierno español es tanto como decir el PP, su actual inquilino y gestor. Y hablar de esfuerzo de negociación es aludir no sólo al que pudo hacerse en los meses previos al desmantelamiento de la legalidad democrática en Cataluña y su sustitución por un movimiento patriótico, acaecidos el pasado 6 de septiembre. También antes, cuando el PP usufructuaba (con la legitimidad de los votos) una cómoda mayoría absoluta. Y aún más atrás: cuando estando en la oposición se arrojó a impugnar en el Estatut de Cataluña lo que no impugnó en otros.

Cuestión aparte es la disposición real a negociar de la parte contraria, el independentismo cada vez más montaraz y cada vez menos transigente; parece evidente que en los últimos tiempos dicha disposición tendía fatalmente a cero, pero retrocediendo un poco más en el tiempo acaso podría haber habido una mayor y más prometedora interlocución. En todo, caso, no se trata aquí de juzgar ni analizar la capacidad y el margen de negociación de quienes ya han decidido situarse al margen de la ley, sino los que pueden corresponder a quien tiene el deber de preservarla. No es probable que pueda abrirse negociación alguna antes de la restauración de la legalidad quebrada. Y sin embargo, no va a haber manera de evitarla a partir del día siguiente al 1-O.

En ese contexto, es interesante plantearse qué es lo negociable, para ir bosquejando una salida al conflicto que no pase por la utilización intensiva e indefinida de la Guardia Civil, un viejo error que cometieron tanto los gobiernos de la Restauración como los dictatoriales, y que tanto erosionó, dicho sea de paso, la percepción de la Benemérita entre la ciudadanía. Intervenir puntualmente contra ilegalidades es su deber, que cumple con pundonor y disciplina; utilizarla como dique perpetuo, una mala y poco inteligente solución de los conflictos políticos.

Es necesario poner sobre la mesa, y esa es una labor que incumbe a todos los partidos españoles, una oferta generosa y sensata de reforma constitucional, basada en la experiencia de las disfunciones observadas en el sistema del 78. Una reforma negociada y pactada desde la lealtad, olvidando maximalismos y oportunismos, y con voluntad de ceder en aras del consenso. De ahí, y sólo de ahí, puede salir la oferta que hacerle a la Cataluña reacia, para una negociación que también debe ser leal.

Entre lo negociable podría estar, por qué no, la celebración de una consulta a los catalanes. No para dar a elegir, reduciendo el referéndum a caricatura, entre un inexistente Estado totalitario español y una inverosímil Arcadia catalana; sino entre un Estado español rediseñado y una crisis que sólo podría llevar a la independencia con un elevado coste para todos y una solución justa para los muchísimos catalanes no independentistas, lejos del burdo atajo de su deportación a una patria ajena para ser contados como miembros de lo que no desean ser parte.