Hace muchos años, cuando estaba en la universidad, leí una frase de Sergio Pitol: “Si bien es cierto que vivimos tiempos crueles, también es cierto que estamos en tiempo de prodigios”. Anoté la sentencia en una cartulina, y la puse en un corcho cerca de mi mesa de trabajo. Con el tiempo se convirtió en una divisa para mi vida, y más adelante inspiró el título de la novela que más alegrías me ha dado.

Recuerdo las palabras de Pitol en las horas posteriores al aniversario del 11-M, cuando Madrid se convirtió en la capital del dolor, y por eso busco desesperadamente en la memoria aquellas historias que nos aligeraron el alma del peso de la pena: el valor de los que se lanzaron a las vías para socorrer a los heridos, los profesionales sanitarios que doblaron turnos, los enfermos que pedían el alta para descongestionar los hospitales, los taxistas que trasladaban gratis a las familias de las víctimas, aquellas colas larguísimas para donar sangre, el duelo colectivo de una ciudad que lloraba por la desdicha de personas a las que no conocía.

Hace un par de días leía una de esas noticias que nos revelan la existencia de seres excepcionales que parecen creados para dar luz a la más oscura de las edades. Se llama Mohammed Bzeek, vive en Los Ángeles y desde hace dos décadas acoge en su casa a niños con enfermedades terminales de los que no pueden ocuparse sus familias. Bzeek sabe que poco puede hacer por esos chiquillos salvo esperar junto a ellos el momento de la muerte, pero ahí está, junto a camas diminutas, velando un sueño inquieto o acariciando una cabeza atormentada por la fiebre.

Me pregunto de qué pasta están hechas las personas como el señor Bzeek, y supongo que la materia prima de su alma será la misma que la de aquella chica que el once de marzo de hace trece años saltó a las vías para ayudar a los heridos por las bombas y contó entre lágrimas cómo un muchacho se le había muerto en los brazos. Si yo fuese familia de ese chaval bendeciría todos los días a la mujer que se sobrepuso al horror y abrazó a un extraño para que no muriese solo.

En el día más triste de nuestras vidas hubo decenas, cientos de seres extraordinarios que intentaron aliviar de alguna forma el sufrimiento ajeno. Es una pena que no sepamos sus nombres para tener presente que, a pesar de todo, quedan motivos para la esperanza. Pitol tenía razón. Nos esperan prodigios en medio de la crueldad de esta época amarga.