Cada nación tiene sus fantasmas, y suele enmarcar cada nuevo escándalo o crisis en alguna de esas obsesiones recurrentes. En el caso estadounidense se trata del fantasma del racismo, en el británico se trataría del clasismo, y en el caso español cada escándalo se toma como un referéndum acerca de nuestra normalidad (o no) como país. Una normalidad que, a lo largo de las últimas décadas, se ha vuelto muy específica: normalidad sería un funcionamiento de las instituciones moderno, propio de una democracia avanzada o madura.

El caso de la Infanta ha encajado en esta dinámica. De los grandes escándalos de nuestra historia democrática es, probablemente, el que muestra una mayor discrepancia entre la repercusión simbólica y la relevancia real. Ni Cristina ni Urdangarin han matado a personas como hizo el GAL, ni la cantidad de dinero desfalcado se acerca a la de los Pujol o la trama de los ERE, ni han corrompido el funcionamiento de la democracia como lo hicieron la financiación ilegal de Filesa o la Gürtel, ni han distorsionado la asignación de fondos públicos en una magnitud comparable a las de la Púnica o el 3%.

Sin embargo, desde el principio se enmarcó el proceso a Urdangarin y la Infanta como una prueba de estrés del sistema del ’78; ese sistema cuyo éxito se juzga, precisamente, por su capacidad de habernos acercado a la ansiada modernidad europea. Y es de esperar que las reacciones a la sentencia supongan un mero envoltorio de conclusiones previas acerca de la normalidad-o-no española. La gran mayoría de nosotros no tiene ni idea de si la sentencia se ajusta a la legalidad mejor que una alternativa más dura o más blanda, y en realidad tampoco nos importa. La cuestión es decir que España es un país normal por haberse atrevido a encausar a la hermana del Rey, o que España no es un país normal porque ha tenido que encausar a la hermana del Rey, o que en ningún otro país se le habría sometido a este linchamiento, o que en cualquier otro país habría acabado en la cárcel…

Vale la pena recordar que esta obsesión por la normalidad española es tan tramposa como contraproducente. Por un lado, las reacciones al caso Nóos han demostrado que la normalidad es lo que a uno le conviene que sea. Por otro lado, justificar la validez de algo en base a su presunta normalidad (es decir, a si también lo hacen los demás) es supeditar la ética al consenso. Y es evidente que este criterio no se sostiene: del mismo modo que la esclavitud estaba mal cuando todos los países del mundo la aceptaban, encausar a la hermana y al cuñado del Rey, dadas las pruebas que había contra ellos, habría sido justo incluso si no existiera otro país del mundo en el que esto fuese imaginable.

Al final, la patología de la normalidad-o-no distrae de los aspectos preocupantes y corregibles de la vida pública que han quedado en evidencia con el caso Noos. Como que Mariano Rajoy anunciara hace dos años que a la Infanta “le va a ir bien”, sumando otro ítem a la larga lista de razones por las que no es un presidente digamos que ideal. O que hayamos entrevisto todo un ecosistema de colegueo y favoritismo, una cultura de colusión entre las instituciones y el sector privado (no olvidemos que Urdangarin también fue un alto cargo en Telefónica), un entorno en el que durante décadas se ha movido mucho dinero obedeciendo a cualquier criterio menos a los del talento personal y el servicio al ciudadano. La cosa va de fantasmas, sí; pero unos nos distraen de los otros.