He borrado todo lo que tenía escrito porque cuando estaba llegando a la última línea ha llegado mi amiga María. Os cuento: Deja el bolso en la silla que le tenía reservada, suspira y planta el móvil en la mesa. Uno lleno de brillos dorados sacado de la tienda del Moulin Rouge. En ese momento cierro el ordenador y la escucho. Habíamos quedado a tomar un vino junto a la tienda en la que trabaja, aquí en París. María regenta un puesto de viandas de Salamanca de caerse para atrás. Huele mejor que en una joyería y sabe mejor que una floristería.

“Dos vinos, por favor”, ha dicho nada más sentarse a mi lado. Lo segundo ha sido: “París será la ciudad del amor y todo lo que tu digas, pero aquí no hay cristo que se enamore. Llevo soltera más tiempo del que quiero”.

Puede parecer una frivolidad, ¡bendita sea!, pero tiene más razón que un santo. Hay ciudades a las que les persigue un tópico y esta es una de ellas: la ciudad del amor. Paparruchas. Yo, que ando con el termómetro de lo romántico por las nubes, me he quedado con el brindis a medias. “¿Qué dices, María? Si este lugar es maravilloso”, le he dicho. “Lo es, pero a París debes venir enamorado, aquí no hay manera de ligar”, ha zanjado.

Andaba yo bebiéndome la segunda copa de tinto y escuchando sus razones, que las tiene, fundamentadas y argumentadas en el caso práctico: el suyo. Coquetear como en las películas o en las novelas es muy de los sesenta, pasada la época de la Nouvelle Vague ya no queda frescura. “Y menos cuando ya no tienes veinte”, añade ahogando la voz en la copa. Los franceses han perdido aquel desparpajo galán de Yves Montand, Alain Delon o Belmondo. El calor de sus miradas ha bajado de intensidad y estamos en una época un poco más prefabricada, comida para llevar y excesiva prudencia en la seducción. Supongo que no solo aquí, porque no es el primer amigo que me saca el tema. El amor se ha puesto por las nubes.

Las aplicaciones móviles, esas que se supone que te ayudan a mejorar el camino no te llevan a ningún sitio. Palabra de María. Y las miradas en los bares, gimnasios y metro no suceden más que en las canciones. Pasada una edad, más allá de la adolescencia y la juventud de rostro terso y barriga tirante, todo se pone cuesta arriba. La soltería se sobrevalora como ejemplo de libertad total y “es una soberana tontería”. Maria dixit. Y aplaudo bajo la mesa. “A mi lo que me apetece es que me lleven al cine, irnos a cenar, preparar un viaje, quedar para salir, todo eso que está hecho para dos”, me explica. Yo, en ese momento, levanto la copa para brindar porque tiene razón.

Algún lector desabrido, de esos que sacan punta a todo, dirá que eso es desesperación. ¿Y? Si uno quiere ligar, por qué no va a ligar. ¿Eh? Aunque fuera por mejorar el alquiler, “para dos sale mejor, desde la luz, a la compra de la semana”. Tiene razón María cuando explica todo. Y me lo dice como si yo fuera un gurú del amor. Incauta. Y, además, por si fuera poco, me dice que París es una amante celosa y posesiva. Si llegas soltero, solo te quiere para ella. Y lo malo es que te conformas. Que te pueden sus calles. Que te da igual estar en una terraza sentado solo. Coqueteas con sus edificios, te quedas a mirar las avenidas e incluso le guiñas el ojo. Y te dejas. Palabra de María en el tercer vino tinto. Yo me callo, apunto todo lo que dice y miro las sillas vacías ordenaditas de dos en dos.