Lo que ha hecho Rajoy ha sido ni más ni menos que “el amago total”, una técnica que empleaba mi amigo Jurdao para, supuestamente, enganchar a las chicas. Consistía en ligarse a una, llevársela a la cama y, en el ultimísimo momento, no consumar. “Con eso te garantizas –aseguraba mi amigo– una serie inagotable de polvos futuros”. Estaba convencido de que con su media vuelta activaba no sé qué resortes de la psicología femenina. Para él era una inversión. Lo malo es que, hasta donde yo sé, nunca le dio beneficios. Las chicas amagadas ya no querían repetir con aquel individuo tan peculiar.

Quizá el Rey sintió una decepción parecida mientras se alejaba Rajoy el viernes. Se habrá quedado con pocas ganas de repetir, aunque a lo mejor tiene que hacerlo: no depende de su gusto. En este periódico se le ha afeado la conducta al presidente en funciones, y estoy de acuerdo porque Rajoy ha contribuido a mermar ese bien escaso que es ahora la pulcritud institucional. Pero en nuestra circunstancia colectiva lo más punzante es la situación estrictamente individual de dos personajes, Sánchez y Rajoy, que o son presidentes o no son nada. Juegan con el país porque se están jugando sus biografías.

Pulcritud institucional aparte, la jugada de Rajoy ha debido de ser maestra –en términos maquiavélicos– por lo enfadados que estaban el PSOE y Nacho Escolar. Por otro lado, su amago total ha ido en la línea de eso que tanto se predica en estos tiempos moralizantes: la coherencia. Lo esencial en Rajoy es su condición fantasmal: fue un ectoplasma en el plasma, y su pasividad y su indefinición son las propias de un difunto (de la Santa Compaña, por supuesto). Ahora su galleguismo profesional ha dado el do de pecho en la legendaria escalera: ni sube ni baja, simplemente se ha evaporado.

De manera que nunca ha sido más “él mismo” Rajoy, como si estuviese protagonizando una canción de Ismael Serrano. Tras esta otra vuelta de tuerca es el Rajoy supremo: un espectro sin tacha. Y con el Estado entero en una pausa, a su compás. No corren los plazos, no hay tic-tac amenazante, el día a día fluye en una niebla sin horas. Como advierte John Müller, esto puede acabar en ruina, porque el dinero, como todo bicho viviente, lleva su bomba de relojería adosada. Pero estallaría en el futuro, que es otro fantasma de momento.

“Creo que con el tiempo mereceremos no tener gobiernos”, escribió Borges. En España lo estamos degustando, en las jornadas más puras del rajoyismo.