El gato de Le Carillon duerme en la repisa de la ventana como si nada hubiera sucedido. Le paso la mano y parece un peluche caliente. No se altera. El camarero sirve las cervezas, sube el volumen de la música y atiende a un grupo que pide chupitos para celebrar. No hay mesas libres. Nos quedamos de pie junto a la barra. Me bebo mi miedo en el primer trago y miro a la gente que nos hemos venido al bar.

La noche de París es fría y las mesas de la terraza están vacías. Será por eso, pienso. El frío.

Junto al bordillo todavía hay ramos de flores y decenas de notas repartidas por la acera. Le Carillon ha reabierto sus puertas después de dos meses de dolor y pausa tras los atentados. El 13 de noviembre asesinaron a once personas en ese lugar. Estaban sentadas en la terraza. Eran las nueve y veinte. Francia se estremeció y el mundo entero se conmocionó. Pero el duelo tiene caducidad. La vida debe continuar.

Con la segunda cerveza empieza a llenarse el local y decidimos romper la barrera de la puerta para sentarnos en la terraza. “Salgamos a la calle”, dice mi amiga. La seguimos los ocho y arrastramos las sillas para quedarnos en círculo. Ninguno se quita el abrigo. Tampoco quito el ojo del restaurante de enfrente, Le Petit Cambodge, que ha sido incapaz de abrir. “Cambiarán de zona”, responde un amigo a mi mirada. Sobre nuestras cabezas hay un montón de banderas de colores como si fuera fiesta. Al fin y al cabo lo es. El barrio ha decidido mostrarse alegre ante la tragedia. La fête continue, como cantaba Edith Piaf. La fiesta debe continuar.

La puerta se abre y otros clientes deciden sentarse a nuestro lado. Nos saludamos con una complicidad discreta. Ellos también han roto el frío de la noche y el de los recuerdos.

Le Carillon estaba siempre hasta los topes, es un lugar de ocio divertido y los camareros son unos tipos geniales. Atienden con simpatía y con agilidad. La música es buena. La cerveza, también. Sin embargo, es cierto, no es lo de siempre. Falta barullo, falta gente y sobra espacio. Decía García Márquez que la memoria del corazón elimina lo malo y aumenta lo bueno. Será por eso por lo que hemos querido bebernos la vida en la terraza del bar.

El frío nos empuja al interior. “Otra ronda”, pide mi amiga. Por supuesto, otra ronda. El gato sigue dormido y la música invita a divertirse. Mi madre me llama en ese momento desde España. Apenas se escucha su voz. “Mañana te llamo, un beso”. Soy incapaz de decirle donde estoy. Sin embargo mi amiga me da un codazo y nos dice a todos: brindemos. En ese momento la música sube y el camarero nos sonríe.