“Creemos que se debe apostar por temas que unan a los catalanes y un referéndum por la autodeterminación divide en dos mitades”. Artur Mas estaba convencido de ello a finales de 2010. Tanto que lo envió por escrito a la agencia Reuters poco antes de las elecciones que le auparían a la Presidencia de la Generalitat.

De aquella campaña que parece tan lejana en el tiempo hay declaraciones de Mas que, por nuestra degradación, hoy suenan sensatas y no lo son, como aquello que le dijo al periodista Javier Casqueiro en El País: “El futuro de Cataluña para ir bien, para que sea un futuro claro, tendría que ir a mayorías superiores al 60%”.

Aquel planteamiento era ya un dislate faccioso pero había, no sé, al menos un cierto escrúpulo. Suponía, y esto es lo fundamental, una usurpación -ya no seríamos todos como hasta ahora los que decidiríamos el futuro de la nación, sino unos cuantos- pero había algún límite a la ilegalidad, siquiera dictado por la vergüenza. Cinco años después adviertan el descenso moral: con una maniobra de transfuguismo los antisistema han favorecido la investidura de alguien que no se ha presentado a las elecciones y que impondrá en Cataluña la independencia en contra de la opinión mayoritaria de los catalanes. Mas dio inicio al proceso. De descomposición. El resultado es esto.

Cataluña es la tumba del columnismo. Allí el análisis de la realidad no precisa más que de taquígrafos. Fíjense en la frase de Mas que inaugura el mandato de Puigdemont: “Lo que las urnas no nos han dado se ha corregido con la negociación”. Cualquier adjetivo la envanece. Es el prólogo perfecto. Ya en el pleno de investidura, Puigdemont abrió a los catalanes las puertas del limbo: “Estamos en la legislatura de la post-autonomía y la pre-independencia”. La legislatura de la crisis gramsciana. Un presente alentador. Con Antonio Baños como testigo, el hombre que se fue por dignidad y volvió porque se lo pidieron.

¿Tanto odian los de la CUP a Artur Mas? Yo hago mía la pregunta de Ferrán Caballero que Cristian Campos citó en su preciso análisis - hasta Campos, que tan bien maneja las hipérboles para hilaridad de sus lectores, ha sido incapaz de superar a los hechos. El president Carlos Puigdemont no es más que una prolongación del arturismo con un look más desaliñado. Ni siquiera ha dedicado una sola línea de su larguísimo discurso de investidura a la corrupción. Los diputados de la CUP, cuya fuerza electoral reside casi únicamente en haber utilizado la corrupción para generar un estado de alarma, no lamentaron la omisión.