Estar vivo, a veces, se parece bastante a un milagro. El pasado viernes a esta hora más de 130 personas mantenían el pulso. Dirigían sus vidas con el acierto que su intuición les ofrecía. Sobrevivían a sus fracasos, quién no los tiene, y sustentaban sus existencias en viejos logros del pasado y en ambiciones de un futuro ni siquiera mejor –tal vez ni les dio tiempo a valorarlo-; pero anhelaban, o sospechaban, eso seguro, sí, un futuro. 

De pronto, casi a la misma ahora, todos esas mañanas intuidas se tiñeron de un rojo extrañamente fúnebre, envueltas más aún en pánico que en asombro.

Y, como el 11S, como el 11M, el 13N cambió otra vez el mundo. Concluyó el de los asesinados y varió el de todos los que, al día siguiente, tuvimos la inmensa fortuna de despertarnos, ilesos y lejanos, de algún modo ajenos a los tristes epicentros donde las barbaries se revelaron. Ojalá que, aquella noche de viernes sólo hubiera sido una pesadilla. Ojalá si no, que aún hoy siguiéramos durmiendo; para que todos siguieran vivos divisando sus prometedores futuros.

Pero la realidad tiene la mala costumbre de declararse incluso cuando no la quieres y se erige, dura y atormentada, sin apenas enredos, ahí, justo ahí enfrente. Es difícil comprender, y asusta reflexionar sobre ello, cómo es posible que haya ocurrido. Porque una cosa es un fanático subido a una azotea con desafortunado acceso a armas de destrucción que usa según su propio y enajenado -o enfermo- criterio; y otra bien distinta es la ejecución de una estrategia conjunta perfectamente ideada y perpetrada de forma simultánea por varios comandos coordinados. Con su ideólogo, su jefe y sus soldados.

Los asesinos han debido reunirse; han debido transmitirse información; han debido preparar su feroz noche. Si son capaces de esto en una de las grandes capitales de Occidente sin que nos demos cuenta hasta que ya es demasiado tarde, ¿de qué no lo serán?

No es sencillo abordar la respuesta. No hay una réplica natural al terror. Aunque algo sí puede estar claro, aunque la evidencia, a veces, resulte precisamente, poco evidente: no a la guerra. Claro. ¿Cómo va a ser sí a la guerra? La violencia engendra violencia. Y la espiral se enreda hasta que, al final, estemos la mayoría muertos. O, en el peor de los casos, todos.

Ya hemos cometido ese error numerosas y sangrantes veces; algunas, recientemente. Ojalá que nuestros gobernantes utilicen más la inteligencia que la represalia. Que se determinen más en el valor que en el desquite. Sin cobardías, ni venganzas.