En sus intervenciones en el pleno de la Real Academia Española, Juan Gil demuestra siempre moderación, profunda cultura, sosiego intelectual y desbordada sabiduría. Es uno de los filólogos grandes de los últimos cien años. Su prestigio abruma, su autoridad resulta indiscutible. Latinista sin fisuras, Juan Gil es un sabio. Sus ocho tomos de Los conversos y la inquisición sevillana le sitúan al nivel de Menéndez Pelayo. Temas colombinos y Mitos y utopías del descubrimiento revelan en él el rigor del historiador. Siempre he sentido una admiración inacabable por Juan Gil.
Lo de menos, por cierto, es que en el librito que acaba de publicar Athenaica afirme, sin duda con razón, que nuestro Antonio de Nebrija se llamó Antonio de Lebrija. Lo de más es el condensado estudio que hace de la vida y de la obra del gramático universal al que considera filólogo moderno.

En el prólogo de su Gramática de la lengua castellana, Lebrija se dirige a la “princesa doña Isabel, reina, señora natural de España” para afirmar una frase tantas veces manipulada, “que siempre la lengua fue compañera del Imperio”. Está claro que el lebrijense no se refería al Imperio español que todavía no existía. Además, tanto Carlos I como Felipe II alentaron el estudio de las lenguas amerindias, el náhuatl, el quéchua, el muisca… Darío Villanueva explica que cuando se producen las independencias de las naciones hispanoamericanas, menos del 20 % de sus habitantes hablaban español. Fueron las Repúblicas de las nuevas naciones independientes las que extendieron el idioma de Cervantes y Pérez Galdós.

Juan Gil subraya el halo mítico que envolvió a Lebrija, denunciando al “absurdo e inexistente Nebrija, que ha perdurado de manera ignominiosa hasta hoy”. Reconduce al lector a la biografía de Pedro Martín Baños. Destaca que Lebrija, bajo el todopoderoso Cisneros en Alcalá de Henares, “se sintió más a gusto en la corte de los nobles que en las aulas universitarias”. Elogia con justicia a Francisco Rico y afirma que la Gramática fue para Lebrija algo más que el estudio de la lengua: “Aquí se halla ya en ciernes la ciencia que Fr. A. Wolf, a principios del siglo XIX, llamó Filología”.

Para Juan Gil, el maestro Antonio fue “un consumado filólogo en el moderno sentido de la palabra”. Lebrija en el De vi ac potestate litterarum afirma: “Hay que escribir como se habla y hablar como se escribe”. Propugnó que el grupo -gn- se pronunciarse como -ñ- “aunque resulta con sonido malsonante”. En 1513, escribe Juan Gil, “el maestro Antonio (fue) nombrado catedrático de Retórica en el Estudio complutense con un sueldo anual de 40.000 maravedíes y 100 fanegas de trigo, un salario elevadísimo para su tiempo”.

Según Gil, Lebrija no brilló por su modestia sino por su vanidad. Discrepa el gran latinista de Villanueva y cree que Lebrija consideraba necesario el estudio del idioma español para enriquecer el Imperio. Destaca la influencia de Angelo Poliziano, el humanista por antonomasia, poeta en italiano, latín y griego, “un sabio inmensamente admirado que llegó a ser requerido por Juan II de Portugal para que escribiese en latín las glorias de la expansión lusa por África”. Juan Gil piensa que Lebrija fue solo un discreto humanista pero que “no tuvo rival en su época como gramático”. Se refiere Gil a La Lozana andaluza y afirma irónicamente: “El colmo de una prostituta (es que) hubiese escuchado atentamente una lección de gramática sobre Persio”, el erizante poeta italiano.

Antonio de Lebrija libró “en solitario otra batalla sin cuartel, incruenta, pero más necesaria y no menos dura y afanosa: la guerra contra la incultura y la barbarie”. Coincide en eso Juan Gil con Darío Villanueva que elogió la aportación civilizadora de Lebrija, “émula de la dejada por los latinos de los que venimos, y que tiene que ser para todos nosotros motivo de sano orgullo y de honda satisfacción”.