Álvaro Pombo. Foto: RAE

Álvaro Pombo. Foto: RAE

Letras

El aura freudiana

El escritor Álvaro Pombo relata la influencia que las ideas de Freud han tenido en su literatura, siempre en competencia con las de Sartre.

16 mayo, 2024 11:03

[Artículo publicado originalmente el 4 de mayo de 2006]

Voy a contar lo que me pasó con Freud. Será un breve relato autobiográfico de algo que tuvo gran importancia para mí pero que, contado ahora, después de tantos años, sonará al lector quizá insignificante. Sigmund Freud formó parte, allá en mi juventud, del mundo intelectual que yo absorbía respiratoriamente en libros y en conversaciones. Lo freudiano, expresado en estos términos genéricos, fue un descubrimiento indirecto, marginal, que se abrió paso en mi conciencia a la vez que cobraba yo conciencia de mí mismo como poeta.

Puedo indicar, con toda precisión, ahora, una célebre descripción de 1915, de un artículo de Freud titulado El inconsciente: "El inconsciente es la verdadera realidad psíquica: su naturaleza más profunda. Es tan desconocido para nosotros como la realidad del mundo exterior, y resulta ser tan incompletamente presentada por los datos de la conciencia como el mundo exterior es presentado por medio de la comunicación de los órganos de los sentidos".

Hice por aquel entonces el fascinante descubrimiento de que la gracia de mis buenos fragmentos poéticos no podía ser percibida por mí mismo en el momento de escribir. Descubrí que escribía mis primeros poemas a ciegas. Hay en todo esto, como es obvio, una intensa ingenuidad juvenil que la lectura apresurada y ciertamente fragmentaria de Freud, así como las conversaciones con mis compañeros de generación de esa época, me parecían confirmar científicamente mis intuiciones acerca de mí mismo.

De esas dos grandes oscuridades, la del mundo exterior y la del mundo interior, yo elegí —gracias a Freud— la segunda. A consecuencia de mi interés por la reflexión religiosa, combinada con una muy temprana lectura de El concepto de la angustia de Kierkegaard, cerraba el circuito del yo oculto.

Tuve la impresión, y aún la tengo, de que escribí mis primeros poemas en un estado de considerable enajenación. (Así, mi primer libro de poemas, Protocolos, publicado en 1973 con 34 años y escrito diez años antes, con 24, me pareció proceder de una atención flotante, de un pensamiento verboso, que no se sometía al análisis de la conciencia reflexiva).

Hay en toda mi producción narrativa un aura sartreana que compite con Freud sin ganar ni perder nunca del todo la Copa de Europa

El descubrimiento del inconsciente —con independencia de su valor científico objetivo—, funcionó para mí como un territorio de experimentación literaria puro: a esa zona podía accederse entrecerrando los ojos, entrecerrando la atención, hablando y hablando, porque escribir era, ante todo, hablar —conmigo mismo, en primer término—, y eso ha seguido siendo para mí escribir: contar en voz alta cuentos, cuyo significado último se me escapa.

Sigo contando cuentos ahora tan enajenado como entonces: sólo que ahora sé disimular mucho mejor coram populo. Ese proceso de atención-desatención en el que se produce el habla poética, los balbuceos, en esa vena me parecieron escritos Espadas como labios, de Aleixandre, Poeta en Nueva York de Lorca, lo poco que yo sabía entonces de El barco ebrio de Rimbaud y grandes fragmentos de las Elegías de Duino.

Estaba interesado yo entonces en una idea del poeta como visionario, y no del todo responsable conceptualmente de sus textos. Me complacía pensar que una parte de lo que escribía yo entonces, y que está presente también en Variaciones, 1975-76, alrededor de mis 36-37 años, procedían de una zona accesible para mí pero inaccesible a la atención directa.

La gran corrección intelectualista a mi encantamiento con lo no-consciente de mi propia conciencia, procedió de Sartre. Sartre me hizo ver una imagen del hombre opuesta a la freudiana, porque era la imagen del hombre en plena lucidez. Esto tenía sin embargo un efecto retardatario para mis composiciones poéticas. La lucidez de Sartre me condujo a largas narraciones, largas cadenas analíticas de ocurrencia figurativas que debían ser llevadas a la plena claridad. Denominar a estas ocurrencias "psicología-ficción" es a su vez una ocurrencia freudiana, y forma parte de lo que yo denomino: el aura de Freud.

Este concepto de aura, con su espléndida carga turulata, me parece excepcionalmente apto para caracterizar nuestra relación con las grandes figuras intelectuales del pasado. Hay en mis escritos un aura eliotiana, un aura rilkeana, un aura henryjamesiana, un aura cristiana, que funciona en esos términos del yo-ocurrente versus el yo-ejecutivo que tan certeramente describe Jose Antonio Marina en sus libros. Hay en toda mi producción narrativa un aura sartreana que compite con Freud sin ganar ni perder nunca del todo la Copa de Europa.

Hay en el campo de deportes de mi alma un empate perpetuo entre estos grandes sistemas ocurrenciales, aurales. Es la cultura respiratoria que la palabra aura codifica, con ese aire equivocante y preciso de cajón de sastre con que las palabras codifican nuestras vivencias del mundo: aliento freudiano, soplo freudiano, favor, aplauso, aceptación general, sensación que anuncia o precede una crisis epiléptica y ave rapaz diurna americana que se alimenta de carroña, con cabeza desprovista de plumas, de color rojizo y plumaje negro, con la parte ventral de color gris plateado.