Ningún jugador después de la desafortunada espantada de Míchel se había atrevido a expresarlo tan claro. La periodista, en tono adulador, solicitó una calle en Madrid para el goleador de la noche. Cristiano Ronaldo, sensato como nunca, rechazó la propuesta con tono sincero y gesto de que la entrevistadora se había pasado siete pueblos. Simplemente pidió, y hasta con cierta humildad, “que no me pite el Bernabéu”. El Madrid acababa de eliminar al Bayern de Munich.

Vale que Cristiano es un tipo aspaventero, arrogante y ambicioso y que, en ocasiones, parece importarle un pepino la suerte del equipo. Pero, en su descargo- niño malcriado-, siempre se comporta así, ganen o pierdan, aunque exagere su nota cuando las cosas le van mal. Y nadie le puede reprochar que no se dedique a su profesión en cuerpo y alma.

Y también estamos de acuerdo en que Messi, genialidades aparte, de cara a la afición se conduce de forma humilde, apenas protesta aunque le muelan a patadas y corre presto a abrazar a sus compañeros. El argentino está en uno de los mejores momentos de su carrera, aunque también hay partidos-y hasta eliminatorias- que no rasca bola. Y no pasa nada.

Como tampoco pasó aquellos meses en los que Leo parecía el jardinero del Camp Nou paseando por el césped como si el asunto del balón no fuese con él. Hacienda, renovaciones, vómitos, lesiones musculares o vaya usted a saber por qué. Era cuando el GPS acusador señalaba que hasta los porteros rivales se desplazaban durante el partido casi tanto como el delantero culé.

Entiendo que si lo que le molestase al Bernabéu fueran los modos del portugués, se los recriminaría en cualquier momento. Pero resulta que tampoco parece importarle su- digamos- histrionismo cuando se convierte en el goleador del partido, cosa que, por otra parte, suele ser lo habitual. Entonces, el estadio corea su nombre e imita el ataporquense grito de guerra de CR7. Además, también pitaron a Zidane, futbolista contenido, rostro hierático, menos gestos que un primer plano de Buster Keaton.

Por contra, el idolatrado Messi mora en los altares del barcelonismo, tal vez del catalanismo, como un día lo hiciera Jordi Pujol: intocable. Quizá por ahí viene su excepcional rendimiento con el club, por cierto, incapaz de repetirlo con Argentina. A Leo se le cuida, se le mima y se le perdona todo. En cambio, Cristiano tiene que sufrir silbidos, broncas y críticas que no parecen tener demasiada explicación.

Cristiano Ronaldo se lamenta tras una ocasión fallida.

Cristiano Ronaldo se lamenta tras una ocasión fallida. Sergio Pérez Reuters

En definitiva, el Camp Nou es una novia enamorada y el Bernabéu parece cada vez más una suegra. Ya no te salvas ni corriendo y luchando, como Danilo. Ni jugando de forma exquisita, como Benzema. Ni siquiera metiendo goles, goles y más goles. Cierta grada madridista- determinados sectores que quizá no son siempre los mismos- disfruta pitando a lo que se ponga por delante.

Por no irme más atrás, a la Quinta del Buitre; al mejor de su época,-Zidane-; a los canteranos con clase,-Guti-; a las leyendas –Casillas-; y, por supuesto, a los pobres desafortunados que en algún momento tienen la osadía de fallar. Por pitar hubieran pitado el estreno de El Padrino y un desfile de Adriana Lima.

No creo que la situación sea un motivo de orgullo, sino de reflexión para los ásperos críticos. Es cierto que no existen unas pautas categóricas que definan el comportamiento de las mejores aficiones, si bien podríamos bosquejarlas: por comisión, las que convierten cada partido en una fiesta de apoyo constante y educado sople el viento por donde sople; y por omisión, las que dejan a un lado sus ojerizas irracionales y sus quejas continuas porque entienden que el partido solo de forma excepcional es un lugar de reivindicación. O sea, las que disciernen entre su actitud como aficionados y su responsabilidad como socios o accionistas.

Por eso, busques por donde busques- encuestas de medios reputados como Eurosport o premios de las federaciones internacionales- la del Madrid no aparece en ningún caso entre las mejores hinchadas. El club más laureado no se apoya en una afición a su altura.

Quitémonos las caretas políticamente correctas: el público no siempre tiene razón ni el que paga tiene derecho a todo. Y aun así, si fuera el dinero el que le otorgase su infalibilidad, hace tiempo que la voz de los hinchas valdría bien poco, perdida la batalla en favor de los derechos de televisión y de imagen.

El Bernabéu se ha convertido en un volcán amoral e irritable, cuya erupción caprichosa arrasa lo que encuentra, sean culpables o inocentes. Solo, pero no siempre, descansa en las victorias, y no soporta la imperfección ni la derrota: eso es para otros, no para los aristócratas del fútbol. Ya ni siquiera les basta con que su equipo luche, juegue bien y gane. Todavía quieren más. Les gustaría ser juez y parte, como Florentino Pérez. Y ya que tampoco son parte, como los jugadores, creen que su destino es ser jueces. Y de pulgar fácil y amargo. Ave, Caesar, morituri te salutant.