Don Sergio Llull –que diría el inefable José María García-, y la banda que lidera, descuartizó a su acérrimo enemigo en una de las derrotas más estrepitosas de la historia de los clásicos. El estado de forma del base menorquín es estratosférico, mayestático, estelar y cualquier adjetivo que se quiera añadir que implique excelencia. Con una facilidad portentosa, sin perder un ápice de su característico espíritu, Llull está asolando las defensas adversarias, dejándolas a merced del poderío del resto del equipo.

Estaba claro que los jugadores buscaban algo. Por más que El Chapu Nocioni negara al final del partido que la exhibición tuviera que ver con la afrenta sufrida en el partido anterior contra los azulgrana, fue obvio que el Madrid jugó desde el minuto uno al treinta y ocho con la intensidad que se reserva a las grandes ocasiones. La motivación, vengar un varapalo inesperado que cuestionó su primacía y que clavó una espina del rival que más duele, el eterno. Ahora están en paz consigo mismos y han entrado en el capítulo de las grandes palizas de la historia.

Sergio Llull durante el Clásico.

Sergio Llull durante el Clásico.

El Mago Blondet

Porque hubo otras. Y también con su chispa que encendió el motor de la motivación de equipos que ejercieron la excelencia. Fiel a un estilo que le dio muchos más disgustos que victorias, el Barcelona había fichado en 1973 al puertorriqueño Héctor El Mago Blondet, un jugador elástico e imaginativo, reconocido como el mejor jugador de los JJOO de Múnich'72. A su llegada a España, apenas unas semanas antes del choque más clásico, declaró con locuacidad caribeña y acento boricua que destronarían al Madrid porque “yo soy un general”.

El comentario no sentó muy bien en la plantilla madridista, decidida a tapar bocas y a dejar claro desde el principio quién seguía mandando allí por mucho comandante en jefe que llegara a la Liga. En un partido arrollador, el Madrid se impuso por 125-65, sesenta puntos de diferencia que causaron tanta sorpresa en los vencedores como en los vencidos. Los blancos eran favoritos pero nadie esperaba semejante sangría, como lo demuestra el partido de vuelta en el Palau Blau Grana que terminó con empate a 85.

Para completar el cuadro barcelonista, Blondet hizo lo que el resto de la temporada, parecerse más a un globetrotter que a un jugador competitivo, mientras que un tal Walter Sczcerbiak debutó con 47 puntos dando origen a una sociedad anotadora con Wayne Brabender (26 puntos aquella jornada) que haría historia en el baloncesto europeo.

Preguntado después de la debacle por el polifacético Pedro Ruiz en Televisión Española (en aquellos días ejerciendo de periodista y presentador de Estudio Estadio), Blondet confesó acerca de los abrumadores 125 puntos recibidos que “sólo soy un general en ataque”, declaración que causó hilaridad entre los madridistas. También dijo que no creía que la competición fuera a terminarse a las primeras de cambio, otro pronóstico que tampoco se cumplió.

En aquellos días, uno era un imberbe enamorado del baloncesto con la pasión irrefrenable de la adolescencia. En segunda fila, emocionado y boquiabierto, contemplé el mejor baloncesto que había visto nunca y que cerró un fin de semana, del que fui testigo entusiasta sin saberlo, decisivo en las crónicas de la Liga.

Porque el día anterior -no me perdía una-, en el minúsculo pabellón del derruido estadio Vallehermoso, el equipo local del mismo nombre batió al tercer favorito en discordia, el entonces 'Juventud de Badalona'. Un base estadounidense de gran clase, Nelson Aisley -que en lo sucesivo la destilaría en mínimas dosis-, encabezó una remontada imposible al encadenar una serie de lanzamientos desde lejos, muy lejos. Casi el medio campo. Al menos es lo que recuerdo que nos pareció a los 300 (tirando por lo alto) espectadores que contemplamos boquiabiertos el recital de un zurdo menudo, de pelo rubio y lacio.

Bob Guyette

Aquel partido de los sesenta puntos de diferencia parecía un hito irrepetible, pero sólo tardamos tres años y medio en contemplar un partido casi calcado. El 13 de marzo de 1977 el Barcelona de Bob Guyette visitaba el Pabellón de la Ciudad Deportiva en la antepenúltima jornada como líder, con la liga en juego y con la intención de derribar el mito de un equipo madridista legendario. Guyette era quizá el estadounidense con más currículum de los que nos habían visitado, ya que jugó con su universidad de Kentucky la final de la NCAA contra UCLA, en la que consiguió 16 puntos y 7 rebotes.

Pero el Madrid no estaba dispuesto a ceder el cetro y el equipo salió enrabietado como nunca para mantener su supremacía. El resultado, aún con la misma diferencia, todavía fue más sorprendente que el anterior, pues en la primera vuelta el Barcelona se había impuesto por 92 a 73. En definitiva, 138-78 con 37 puntos de Brabender, 28 de Rullán, 27 de Walter y una atmósfera de euforia colectiva en la que la hinchada se fundió con el equipo en una jornada inolvidable. Es lo que tenían los viejos recintos del baloncesto. Estabas tan cerca de la escena que la energía que desprendía el juego te envolvía y la devolvías multipicada.

Sin ánimo de restar un adarme de mérito a los actores que han conseguido lo que nadie había hecho con anterioridad, es obvio que la trascendencia deportiva del reciente encuentro en el Palau es menor de la que tuvieron los enfrentamientos de los años 70. Éste sólo ha sido un partido de una fase de clasificación, aquéllos decidieron sendos títulos ligueros.

Si la política de la ACB no hubiera sido la ocultación del inmenso patrimonio de la Liga Nacional desde su natalicio, hoy habría podido restregar su pasado glorioso en la cara de su enemiga la Euroliga. Además, se le hubiera presentado una nueva oportunidad de honrar como se merecen a unos jugadores de leyenda sin los que el baloncesto no hubiera nunca alcanzado su actual estatus. Así que, lo que no hace la ACB lo voy a hacer yo. Muchas gracias, Vicente Ramos, Cabrera, Corbalán, Paniagua, Cristóbal, Brabender, Walter, Luyk, Rullán y Prada. El destino les guarde a ustedes muchos años.