Han despertado. Pero poco. Por primera vez en la historia del Museo Nacional del Prado, una mujer es la protagonista de las atenciones científicas de los conservadores. Clara Peeters (Amberes, 1594 - La Haya, 1657) abre los ojos a la pinacoteca, que en tres años cumplirá dos siglos de vida y unos cientos de años de un silencio injustificable. La pintora flamenca no tiene hueco ni en la biblioteca del centro. Alejandro Vergara, el comisario de la muestra, se justifica: “Sólo llevamos dos décadas montando exposiciones temporales”. Una verdad a medias, por supuesto. Ya El Greco tuvo una exposición monográfica en 1902.
Ha despertado poco porque la exposición es la sala pequeña, en la esquina del claustro de los Jerónimos, donde han incluido 15 cuadros de la extraordinaria artista. El Prado se feminiza lo justo, porque son bodegones y varias salas con bodegones “puede aburrir”. Las comillas son de uno de los máximos responsables del museo, que celebra la muestra de una pintora invisible. Hay que celebrar el descubrimiento de una pintora que trabajó en un mercado de hombres hace cuatro siglos, que se reivindicó en los reflejos de sus objetos.
Ahí está ella, pequeña, diminuta, en los reflejos de las jarras de las composiciones que están de moda en Amberes, el mayor mercado de arte a principios de siglo XVII. El bodegón. Emerge como nuevo género, destinado a los salones de la burguesía que estalla como nueva clase social adinerada y dispuesta a adornarse. Ella, autodidacta a la que no dejaron aprender a representar la figura humana en la Academia, pelea por hacerse un nombre en ese nuevo lugar que ocupa el nuevo gusto. Se queja cuando pierde un encargo, reivindica sus méritos y protesta por los privilegios masculinos. Los mismos que la han tenido en silencio, en las salas del museo, a la espera de un poco de foco.
Peeters demanda atención. Inscribe su nombre en los cantos de los cuchillos de plata, coloca un pastel con forma de “p”, se cuela en las esquinas de las tablas y rompe con el mutismo que ahoga a la mujer. Es una profesional y quiere que se sepa. Su taller y sus ayudantes le pusieron la mesa a los ricos, adelantándose (todas las obras reunidas son fechadas entre 1611 y 1621) al propio Velázquez en modelos y modas. Logró escapar a los guardias del mercado y le ha costado varios siglos esquivar a los guardias de la cultura.
La importancia de la obra de Peeters radica en sus habilidades técnicas, en sus recursos y atención por los detalles. Su escrupulosidad por una miga de pan y los brillos del arenque, las pieles de las frutas, los brillos de las porcelanas chinas y los tarros de sal destilada. El repertorio lo coloca sobre fondos vacíos y a oscuras para que estallen los colores de las viandas. Las ricas veladuras, casi transparentes, dejan entrever ese plato de barro rojo sobre el que descansa el arenque.
Peeters es pintora con microscopio, serena, sin prisa, sin retórica, limpia, sin estridencias ni sensacionalismos. Hay que acercare. Acércate mucho y entretente hasta ver cómo aparece ese borde del recipiente, que se cruza bajo la cabeza del pez. Es austera en la disposición, no tanto en los alimentos que selecciona. Aparecen cangrejos. Hay cerezas, consideradas afrodisíacas. Hay alcachofas, también afrodisíacas entonces.
A Caravaggio le sirvieron “ocho alcachofas cocinadas, cuatro cocinadas en mantequilla y cuatro fritas en aceite”, en una taberna de Roma, tal y como queda reflejado en los registros policiales de 1604. Peeters utiliza la presencia de la alcachofa como bandera feminista, ha colocado, junto al arenque ahumado sobre el plato encarnado y las cerezas, una abierta, puesta de pie, en la que descubrimos entre sus láminas una vagina. Es la intimidad de una pintora que se desvela en naturalezas muy poco muertas.
Una mujer ha entrado en el museo del Prado, aunque son mayoría aplastante en visitas. Una mujer ha dejado de ser el objeto de las exposiciones, para ser el sujeto que dirige la mirada. El Prado reúne las cuatro obras en la pequeña exposición y añade otras 11 a la breve trayectoria de menos de 40 atribuidas a su firma. Aunque no se especifica su procedencia, hay seis cuadros de colecciones particulares, varios de ellos pertenecientes a familias españolas que se alegrarán por el reconocimiento.
Uno de ellos, el que contiene los alimentos más humildes, el del arenque ahumado con la cabeza transparente que descubre el plato de barro, el de la alcachofa como una vagina, con cerezas y panes y un recipiente con rodajas de mantequilla, llama la atención por encuadre. Ha roto con la composición rígida y clásica con la que acostumbra a colocar los elementos. En éste se deja medio pan fuera del marco y se atreve con mucho más aire de lo convencional. “Las cualidades especiales que Peeters aporta al realismo son las que distinguen su arte”, dice Alejandro Vergara para distinguirlo del idealismo renacentista. Ella decide qué y cómo monta una experiencia cercana, cómo se acerca a la realidad. Clara Peeters ha elevado su voz, ya no podremos ignorarla.