En el fragor de las mañanas laborales, entre vagones abarrotados y semáforos eternos, una nueva costumbre comienza a aflorar con las nuevas generaciones: la desconexión proactiva.
Durante el último año, una curiosa tendencia llamada rawdogging ganó bastante popularidad. La idea era afrontar vuelos largos sin distracción alguna —sin música, sin películas, sin libros—, tan solo con el zumbido del motor y tus propios pensamientos como compañía.
Lo que comenzó como un simple y pequeño acto de resistencia silenciosa ha ido mutando. Ahora, esta actitud irreverente ha comenzado a extenderse también a los trayectos cotidianos hacia el trabajo, dando lugar al fenómeno conocido como barebacking mental.
Para la generación Z, acostumbrada a vivir en línea casi desde la cuna, el mero hecho de no llenar el tiempo con estímulos ajenos puede adquirir un carácter subversivo.
Y es que esta expresión, tomada del argot de la ‘intimidad sin protección’, cobra en este contexto un sentido simbólico poderoso. El trayecto en metro, en autobús o a pie deja de ser una transición anodina y se convierte en un territorio intermedio donde cabe la pausa, el recogimiento mental, e incluso ese viejo compañero olvidado: el aburrimiento.
Es la oportunidad perfecta para abandonar de manera consciente las barreras digitales, y atreverse a viajar “al desnudo”, sin el amparo tecnológico, donde la mente se permite vagar, descansar o fluir sin presión.
Nada de scroll infinito, nada de pódcast sobre actualidad política, ni siquiera un libro o un pasatiempo a mano. Solo estar presente. Mirar por la ventana, observar los movimientos del vagón, respirar el ambiente de final de jornada…
Algunos, llevándolo un paso más allá, convierten esta práctica en un desafío personal e incluyen el contacto visual directo con otros pasajeros. Un gesto genuino e inofensivo, pero cargado de incomodidad en una sociedad habituada a fijar la atención en pantallas antes que en miradas.
Los expertos señalan que esta pausa mental puede ser un bálsamo para el estrés crónico y un disparador para la creatividad. E incluso una forma espontánea de mindfulness. Al dejar de lado el bombardeo informativo constante, se recupera algo esencial: la capacidad de escuchar el propio pulso y de sentir el tiempo que transcurre sin prisas ni interrupciones.
Dos jóvenes hablando entre sí en el autobús.
En estudios recientes y foros digitales, muchos jóvenes han descrito una misma sensación común vinculada a la fatiga informativa, la hiperconectividad tóxica y la ansiedad de rendimiento, aun en sus ratos muertos.
Es en este escenario donde el barebacking mental se presenta como una vía de escape. Una forma de exponerse sin paracaídas ni amortiguadores al paisaje urbano y a la rutina, en un intento por reconectar con uno mismo. Y lo curioso es que no se entiende como una pérdida de tiempo, sino como una forma activa de cuidado mental.
“Es mi momento de resetearme”, dice Nerea, de 23 años, que cada día tarda 45 minutos en llegar a su trabajo como redactora creativa. “Antes llenaba ese tiempo con TikToks o correos pendientes. Ahora, simplemente miro por la ventana. Me ayuda a sobrellevar la jornada”.
En vez de llenar cada segundo con productividad, muchos están optando por vaciar. Por dejar espacio. Por aburrirse. Por procesar lo que les pasa. En lugar de buscar estímulos, se elige no tenerlos. El desplazamiento diario se convierte así en un interludio vital, en un respiro no programado dentro de una rutina que, de algún modo, lo engulle todo.
Se trata, simple y llanamente, de una invitación a reaprender el arte de la contemplación, para pensar, para no pensar, o para simplemente ser. Un oasis mental donde se gestan ideas, se ordenan emociones, se descansa sin culpa y se prepara el ánimo para lo que viene.
“No es que no quiera estar conectado —aclara Manu, 55 años, empresario—. Es que si no me obligo a parar en el trayecto, no paro en todo el día. Es mi forma de no volverme loco”.
Ahora bien, esta novedosa noción no es solo una metáfora llamativa. También implica asumir riesgos: el del pensamiento incómodo que aparece cuando no hay distracciones; el de la angustia existencial que se cuela en el silencio; el de sentirse vulnerable, solo con uno mismo.
A fin de cuentas, romantizar el vacío o tratar de evadir problemas realmente graves puede acabar resultando contraproducente. Pues, lejos de resolver el malestar, simplemente se posterga. No obstante, es precisamente en esa exposición donde algunos encuentran claridad, ingenio, o simplemente una tregua.
La pregunta que queda en el aire es si esta práctica se consolidará como un nuevo ritual cotidiano o si es solo una reacción pasajera frente al colapso sensorial actual. Sea como sea, refleja un fenómeno más amplio: una generación que ya no compra el mito de que estar siempre on es sinónimo de éxito.
En definitiva, el barebacking mental no es sinónimo de pasividad o indiferencia, sino un intento de recuperar agencia sobre nuestro tiempo y atención. Es la reclamación de un territorio interior intacto, un espacio mental donde no hay que responder, ni consumir, ni demostrar nada.
Una ‘tierra de nadie’ personal que se recupera en medio del ruido urbano. Una rebelión silenciosa gestada por una generación que ha crecido con la pantalla como ventana y cárcel, y que, ahora, más que nunca, siente una necesidad incesante de refugiarse en la pausa.