El panorama de las relaciones internacionales está marcado, aparentemente, por la divergencia. Ayer, una compañía que fue todo un símbolo del comienzo de la era de internet, Yahoo!, anunció -casi ya de manera simbólica- su salida del mercado chino, tan solo quince días después de que lo anunciase la red social profesional más grande del mundo, LinkedIn, resaltando la cada vez mayor distancia entre el gigante asiático, cada vez más encerrado en sí mismo, y el resto del mundo. 

A China se une otro gigante: Rusia. Otro país que opta por el aislamiento, por cerrarse al exterior, por vedar el acceso a lo que venga de fuera de sus fronteras gracias a nuevas técnicas de censura. Países que optan por abandonar la convergencia global marcada por un mundo en el que la tecnología ha hiperconectado de manera cada vez más estrecha, por cerrar la puerta a la influencia exterior y por consolidar sus sociedades al margen de la democracia, en el primer caso, o con una parodia de ella, en el segundo. 

Las divergencias son especialmente preocupantes en un momento como el actual: con la COP26 teniendo lugar en Glasgow, pocos son los que apuestan por la llegada de algún acuerdo realmente importante. De los 137 países que se han comprometido a alcanzar la neutralidad en emisiones de dióxido de carbono, son tan solo 61, una cifra claramente insuficiente, los que han plasmado ese compromiso en algún tipo de ley o documento político.

En este momento, los únicos dos países -minúsculos- que han alcanzado ese objetivo de neutralidad son Bután y Surinam, y los restantes oscilan entre intentar llegar a ella en 2035, en el caso de Finlandia, y 2070 en el de India, curiosamente uno de los países más vulnerables a todos los niveles ante la emergencia climática. Pero faltan muchos otros países que ni siquiera se han comprometido aún a fecha alguna. 

En este contexto, acuerdos como el que recientemente ha firmado la OCDE para crear un umbral mínimo de impuestos del 15% para grandes compañías con actividad internacional y evitar así el constante chalaneo que privaba a los sistemas fiscales mundiales de más de 150.000 millones de dólares anuales resultan enormemente positivos. No tanto por su trascendencia -en la práctica afecta a menos de 100 compañías en todo el mundo- como por el espíritu que representan: el de llegar a acuerdos transnacionales, por encima de un sistema de fronteras y soberanías que ha probado ser completamente inútil de cara a la resolución de los problemas más importantes a los que nos enfrentamos. Al menos, parece que cuando al mundo le aprieta el bolsillo, sabe espabilar y tomar decisiones para intentar evitarlo. 

Parece que cuando al mundo le aprieta el bolsillo, sabe espabilar y tomar decisiones

Pero lo verdaderamente importante ahora se llama emergencia climática, y ya no es un problema futuro, sino que ya está aquí, y lo estamos viviendo. Uno de cada tres norteamericanos tuvieron que enfrentarse durante el pasado verano a algún efecto derivado de la emergencia climática, y simplemente porque les ha tocado a ellos, como os puede tocar cada vez más a cualquiera.

Si viviésemos en Madagascar, estaríamos viviendo la primera hambruna generalizada derivada de la emergencia climática. Pero vivamos en donde vivamos, nos estamos viendo abocados a un futuro en el que nuestras vidas, nuestras propiedades o las circunstancias que nos rodean van a verse de manera más o menos severa afectadas. 

Si los acuerdos a los que logremos llegar en la COP26 logran contener el incremento de temperatura media del planeta en los 1.5ºC, algo menos probable cada día que pasa, estaremos hablando de efectos como olas de calor potencialmente mortíferas. Estas afectarán a más de 1.000 millones de personas al menos una vez cada cinco años, de la desaparición de entre el 75% y el 90% de los corales (base de múltiples ecosistemas marinos), de una caída de 1.5 millones de toneladas en las pesquerías, y de la transformación de múltiples ecosistemas. 

Pero si el incremento de temperatura sobrepasa los dos grados, hablaremos de olas de calor muchísimo más frecuentes (se calcula que catorce veces más de lo que han ocurrido hasta ahora), de sequías en algunos sitios y de fuertes inundaciones en otros, de la práctica desaparición de los corales, de incendios y de pérdidas de cosechas enteras en algunas zonas del mundo. 

Si llegamos a los tres grados, será el maldito apocalipsis. Incendios generalizados, ciudades llenas de humo, inundación de zonas costeras por la subida del nivel del mar con la consecuente necesidad de relocalizar a los residentes, imposibilidad de trabajar o de hacer deporte en el exterior, acidificación de los océanos que hará disminuir muchísimo la productividad de la pesca, huracanes, sequías, inundaciones… un planeta fuera de control. 

Para evitar ese escenario, necesitamos convergencia, no divergencia. Acuerdos globales, por encima de fronteras e intereses particulares. Si esta conferencia termina en fracaso, nos abocamos al conflicto mundial y al caos - y no hablamos de nuestros hijos o nietos, sino de algo que, desgraciadamente, vamos a ver todos.

Eso, y no otra cosa, es lo verdaderamente importante. Si la COP26 fracasa, lo que venga después no va a gustar nada a nadie, porque el único recurso que quedará será obligar a cambiar por la fuerza a los que se niegan a hacerlo. Sálvese quien pueda.