Hace unos días, me encontré entre mis recomendaciones algorítmicas -esas que no corresponden a ninguna de las fuentes que leo habitualmente, pero que un algoritmo selecciona para mí basándose en la temática de los que me interesan habitualmente- un artículo sobre un norteamericano de 57 años que, tras pasar los últimos 37 en prisión, fue puesto en libertad. Contaba sus impresiones al ver cosas para nosotros tan habituales como un smartphone, o internet. 

Había entrado en la cárcel con 20 años en 1983, cuando un teléfono móvil pesaba más de un kilo y era más grande que un ladrillo, y cuando nadie fuera de círculos militares o muy académicos tenía ni la menor idea de lo que era internet.

Ahora, tras un tiempo familiarizándose con el uso de la tecnología, alucinaba viendo las cosas que podía hacer: ya no solo comunicarse, sino renovar su licencia de conducir, ver los resultados de su equipo favorito, hacer la compra, obtener indicaciones en un mapa interactivo que además le hablaba… Imaginarse la cara de este hombre la primera vez que ese aparatito que le habían puesto en la mano le dijo algo así como "en la próxima intersección tuerce a la derecha" tuvo que ser todo un poema. 

¿Cuánto ha cambiado la tecnología en las últimas pocas décadas? Cuando tienes ya una cierta edad y das clase a jóvenes, te das cuenta de que ellos ven como completamente naturales cosas que a ti, aunque las uses a menudo, te siguen pareciendo magia.

Como profesor de innovación, hago un esfuerzo consciente e importante por tratar de mantenerme al día, actualizado: no puedo imaginarme un profesor de innovación poniendo cara de haba cuando sus alumnos le hablan de la última app, juego, servicio o compañía… pero no puedo ocultarlo. Hay cosas que me siguen pareciendo magia.

Entrar en mi coche y poder escoger prácticamente cualquier canción de un repositorio inmenso que cubre prácticamente toda la historia de la música desde hace varios siglos, o al revés: escuchar algo, y que una app me diga, tras unos pocos segundos, qué es y quién lo interpreta… de verdad, sigo alucinando con esas cosas. 

No puedo ocultarlo. Hay cosas que me siguen pareciendo magia

Cuando reflexionamos sobre el progreso de la tecnología, es prácticamente imposible, a poco que lo contemplemos con algo de perspectiva, no sorprenderse de dónde estamos y lo que hemos conseguido en tan poco tiempo. Sí, eso que muchos critican frívolamente porque les distrae, porque les hace más infelices o simplemente porque su uso se popularizó después de que ellos tuvieran uso de razón, nos ha proporcionado comodidades y posibilidades que hace muy poco tiempo nunca habríamos imaginado. 

¿Qué ocurre cuando comprobamos que la tecnología se comporta como se comporta, con mejoras rapidísimas en sus rendimientos a lo largo de los años? ¿Qué va a ocurrir cuando muchos de los desarrollos que empezamos a ver ahora, como el machine learning, sigan su ciclo?

Un artículo reciente de un conocido personaje de Silicon Valley afirma que tan solo el desarrollo de la inteligencia artificial va a ser capaz de generar una renta básica incondicional para cada habitante de los Estados Unidos en menos de 10 años: que el incremento de productividad generado por máquinas capaces de hacer muchísimas de las cosas que hoy hacen personas, unido a su capacidad de hacer esas mismas cosas mejor y sin errores, nos llevará a la era de mayor bienestar conocida. 

Otros, obviamente, critican sus métricas y afirman que esos incrementos de productividad hay que hacerlos tangibles. ¿Pero qué hay más tangible que esas fábricas en China que antes ensamblaban nuestros aparatos electrónicos con mano de obra dedicada a tareas espantosamente repetitivas, y que ahora, con un 90% de plantilla, emplean robots?

En poquísimo tiempo, las primeras compañías que iniciaron esa ruta se han encontrado con que sus competidores, simplemente, ya no tenían opción: o les imitaban, o dejaban de ser competitivos. ¿Un drama de desempleo? No, un planteamiento de reeducación para que esos ex-empleados adquieran otras funciones, como etiquetar imágenes para educar algoritmos, y para evitar que se conviertan en un problema de orden público. 

La adaptación de nuestras sociedades para entender el cambio en el papel y la definición de trabajo va a ser una tarea sumamente compleja. En no mucho tiempo, muchos de los puestos de trabajo que conocemos los llevarán a cabo máquinas y algoritmos. Y un proceso así no puede ser un drama: tiene que gestionarse de otra manera.

Pensar que el mayor incremento de productividad de la historia vaya a desencadenar un problema de desigualdad creciente que relegue a muchos a la pobreza absoluta es no tener fe en la humanidad - que, por otro lado, tampoco merece mucha. 

Es el momento de abrir el melón de la renta básica incondicional, de sacudirnos los mitos absurdos y el desconocimiento relacionado con ella, y de empezar a pensar cómo va a ser la sociedad que viene, qué modelo económico va a tener detrás. Y no hay mejor momento para ello que tras una pandemia. Vayamos preparándonos.