¿Recuerda cómo era la experiencia informativa antes de la revolución digital? Uno iba al quiosco, compraba lo que quería leer, y el euro o las antiguas 100 pesetas que podía costar un periódico generalmente se repartían entre el quiosquero y el transportista, mientras que los medios se financiaban mediante la lucrativa publicidad insertada en sus páginas. Y todo el mundo era (más o menos) feliz, hasta que apareció internet.

Desde entonces, el reparto de poder y beneficios entre plataformas tecnológicas, anunciantes, medios y lectores se ha vuelto tan disfuncional que los internautas australianos llevan desde el jueves pasado descubriendo qué se siente al navegar por Facebook sin poder ver ningún tipo de contenido informativo.

La censura por parte de la red social se produjo a raíz de una propuesta del Gobierno del país que obligaría al gigante y a Google a pagar a los medios de comunicación australianos a cambio de los enlaces que alojan. Pero, ante la avalancha de críticas y la 'buena' disposición de Google a someterse a la norma australiana, este martes se anunció que Facebook reactivará el servicio de forma inminente.

¿Acaso a las big tech se les está ablandando el corazón? Nadie lo diría si tenemos en cuenta que la lucha por el equilibrio económico entre los medios de comunicación y las plataformas tecnológicas empezó hace años, y que su posición dominante siempre ha sido la de rechazar cualquier tipo pago a las empresas de noticias.

La lucha por el equilibrio económico entre los medios de comunicación y las plataformas tecnológicas empezó hace años

El quid de la cuestión reside en los ingresos por publicidad. Cuando los diarios digitales gratuitos tiraron por tierra las ventas y la audiencia de los de periódicos en papel, las marcas corrieron a buscar otros sitios en los que anunciarse. La evolución lógica hubiera sido que dicha publicidad se hubiera redirigido a los medios digitales, pero no fue así.

A medida que Facebook acaparaba la atención de más y más usuarios, y Google dominaba las búsquedas y las principales plataformas de publicidad digital, los anunciantes se decantaron (de forma algo forzosa) por aparecer directamente en las plataformas en lugar de en los medios en sí mismos.

Así es como ambos gigantes se han convertido en los nuevos quiosco digitales, con paredes virtuales atiborradas de anuncios y estanterías repletas de productos de comunicación gratuitos. La jugada les salió redonda: al atrapar a los usuarios mediante servicios sin coste producidos por terceros, las marcas y los medios se vieron obligados a afianzar su presencia en Google y Facebook.

Su argumento estrella para negarse a pagar por el contenido siempre ha sido que los medios eligen voluntariamente difundir sus contenidos en estas plataformas, y que Google y Facebook son responsables de gran parte del tráfico que reciben las páginas de noticias. Y ahí llevan razón. En Australia, por ejemplo, el 40% de la población utiliza la red de Zuckerberg para informarse.

Al atrapar a los usuarios mediante servicios sin coste producidos por terceros, las marcas y los medios se vieron obligados a afianzar su presencia en Google y Facebook

El problema, insisto, estriba en el reparto del pastel publicitario. Su tajada es tal que, en este mismo país, el 81% de los ingresos por publicidad digital se queda en manos de Google y Facebook. Es decir, que por muchas visitas que las plataformas estén dirigiendo a los medios de comunicación, estos no reciben prácticamente nada a cambio del contenido que generan.

Así que, mientras periódicos y revistas luchan por asentar el modelo de suscripción para poder mantener a flote sus redacciones, cada vez más gobiernos buscan soluciones para que la actual relación parasitaria de las plataformas tecnológicas hacia los medios de comunicación se convierta en una simbiosis con la que todos ganemos.

Canadá planea seguir una estrategia parecida a la australiana. En EEUU se ha presentado un proyecto de ley para que los medios puedan negociar acuerdos de distribución de contenido con las plataformas. Y en enero, Google anunció que también aceptará llegar a acuerdos con los medios franceses para pagarles por las previsualizaciones de sus contenidos que aparezcan en su buscador.

Esto fue justo lo que intentó hacer España en 2014 con el 'canon AEDE', pero Google reaccionó cerrando su servicio de noticias en nuestro país, y en 2006 pasó algo similar en Bélgica. En ambos casos, parece que las presiones llegaron demasiado pronto. Pero ahora que la sociedad empieza a ser consciente de la enorme amenaza de la desinformación y del enorme poder de los algoritmos sobre los contenidos que consumimos, las cosas están cambiando.

La estrategia de cobrar por los enlaces, la cual tampoco está exenta de polémica y retos, no es la única sobre la mesa. También se están estudiando otros enfoques, como utilizar los importes de las recurrentes y cuantiosas multas que los países imponen a las big tech para financiar el periodismo, o hacerlo a través de un pequeño impuesto en las facturas de telefonía móvil del consumidor. Sí, ha oído bien, un impuesto en su factura.

Puede que le parezca descabellado, pero, antes de poner el grito en el cielo, piense que los lectores también somos parásitos de los medios. Aunque en las últimas dos décadas nos hayamos acostumbrado a leer noticias gratis, ningún periodista come aire, ni los alquileres y suministros de las redacciones se pueden pagar a base de likes y retuits (de lo contrario, por favor que alguien avise a mi casero).

Si todavía no ve la importancia de financiar el periodismo, le animo a reflexionar sobre cuánta información consumió al inicio de la pandemia y cuánto pagó por ella. Pase lo que pase, lo cierto es que, ahora mismo, ciudadanos y plataformas disfrutan de distintos beneficios de un trabajo periodístico que nadie paga. Y lo que no puede ser es que, en la era de los medios digitales, el quiosquero sea el único que se forre.