El ministro de Seguridad Social, José Luis Escrivá, está luchando denodadamente por conseguir la cuadratura del círculo con el insostenible sistema de pensiones que tenemos en España.

Es cierto que es la primera vez que se concretan en algo las eternas conversaciones por intentar detener lo inevitable, y creo que hay que reconocerle al ministro sus esfuerzos. Pero cambiar de balance lo que él denomina gastos impropios (pensiones no contributivas, complemento por maternidad, prestaciones por nacimiento y cuidado de hijos, políticas activas de empleo, costes de funcionamiento de la Seguridad Social, etc.), lo único que significará es que temporalmente disminuirá el déficit de la Seguridad Social, traspasándolo al déficit del resto del Presupuesto del Estado (22.800 millones de euros anuales).

Esto no solucionará el problema, ya que el agujero se seguirá incrementando con la pirámide de población que tenemos y alcanzará, aún con los trasvases anteriores, una cifra entre 60.000 y 80.000 millones anuales para 2040, siempre que se mantenga el modelo actual de reparto y el incremento anual del IPC que quiere garantizar el ministro.

La segunda medida significativa que se ha propuesto sería la creación de sistemas de previsión social complementarios, léase, planes de pensiones de empresa, que fueran suscritos de forma voluntaria por, según sus estimaciones, nueve millones de trabajadores.

Me parece que el señor Escrivá no conoce muy bien la idiosincrasia del pueblo español y lo que significa dejar al libre albedrío de los ciudadanos el que consuman menos y ahorren más, sobre todo en un país en el que el salario medio es casi la mitad que en el resto de los países europeos de nuestro entorno.

Por ello, y centrándonos en estos planes, que podrían asimilarse a lo que se ha denominado "mochila austriaca", pienso que habría que dar un paso adelante y plantearlo no como voluntariedad, sino como obligatoriedad.

Es evidente que no es este un momento adecuado para sangrar a las empresas y obligarlas a incrementar sus costes dotando estos planes de pensiones a favor de sus empleados, pero sí que se puede hacer un trasvase de las cotizaciones de las empresas a la Seguridad Social al salario de los trabajadores, con la consiguiente obligatoriedad de dedicar el neto de ese salario a la adquisición de participaciones en un fondo de inversión de capitalización, cuya gestora sea pública (démosle un incentivo al chico de Irene Montero), aunque la gestión sea profesional y privada.

No es este un momento adecuado para sangrar a las empresas, pero sí que se puede hacer un trasvase de las cotizaciones

Pongamos, por ejemplo, que disminuimos las cotizaciones empresariales en cinco puntos, pasando del 23% al 18% (disminución de 21.700 millones de euros), y que subimos un 5% los sueldos a los trabajadores por esa misma cantidad, que se transformaría en un incremento de renta disponible del 4% (hay que pagar impuestos sobre la renta), teniéndose que destinar obligatoriamente este importe a suscribir participaciones en el fondo de inversión citado. El resultado final sería que:

- Los empresarios no tendrían más gasto, ya que el coste empresa pasaría a ser el mismo, y de paso dejarían de poder argüir la queja histórica de que pagan demasiadas cotizaciones a la Seguridad Social.

- Los trabajadores verían incrementado su sueldo, aunque no su consumo, ya que se les obligaría a constituir un fondo de pensiones que no podrían utilizar, salvo causa mayor, hasta que se jubilasen. Este fondo sería permanente, es decir, aunque cambiasen de empresa, seguiría siendo de su propiedad.

- El fondo de inversión invertiría una parte significativa en deuda pública española, con lo que se conseguiría que no fuera sólo el Banco Central Europeo el que estuviera comprando nuestra deuda (¡qué sería de nosotros si no nos la estuviera comprando!).

- Los empresarios tenderían a contratar más trabajadores, ya que, aunque sólo fuera psicológicamente, el coste empresa no salarial habría disminuido. Ello supondría un menor coste de desempleo y de Seguridad Social en las aportaciones del Estado, y un beneficio para el sistema en su globalidad.

- Los salarios medios españoles mejorarían en su comparación con los europeos, lo cual, aunque sólo sea cualitativamente, es bueno para España como país, que tiene una imagen no deseada de mano de obra barata.

- La Seguridad Social sería la que tendría un impacto peor, ya que, si bien se incrementarían en un 5% sus ingresos por el aumento de los salarios (unos 1.400 millones de euros) y en un porcentaje de los ingresos por el aumento de las nuevas contrataciones (unos 1.600 millones de euros correspondientes a una estimación de 250.000 trabajadores), perdería un 21,7% de las cotizaciones empresariales, es decir, unos 15.000 millones de euros.

Por tanto, se le produciría un agujero a la Seguridad Social de unos 12.000 millones de euros y una mejora de unos 3.500 millones en el déficit público por tributación de IRPF de los incrementos de sueldo y de los nuevos contratados.

Evidentemente, se estaría produciendo una transferencia de recursos desde el Estado a los trabajadores (8.500 millones de euros), pero sería un trasvase de fondos mucho más productivo que lo que puede ser la renta básica o las prestaciones no contributivas.

No se da dinero sin retorno, puesto que lo que se consigue es que todo trabajador se convierta en ahorrador; que todo trabajador pueda presumir de tener un fondo de pensiones que irá creciendo con el tiempo (al ser de capitalización), que los salarios españoles se aproximen a los europeos en términos salariales y que los empresarios dejen de quejarse por el elevado nivel de las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social.

En fin, es una propuesta que merece la pena ser analizada, máxime en el entorno en el que nos encontramos. El Gobierno ha demostrado su capacidad para aumentar la presión fiscal cuando le viene en gana, y 8.500 millones de euros no es una cantidad muy significativa en el contexto global de los Presupuestos Generales del Estado.

Además, según fueran pasando los años, se podría llevar una política de discriminación según los años de cotización, de forma que la pensión pública del sistema de reparto podría ir disminuyendo a medida que subiera la pensión procedente del plan de pensiones creado.

Después de 35 años, es posible que pudiéramos llegar a una mixtura en la que el 50% fuera sistema de reparto y el otro 50% sistema de capitalización, y probablemente se habría conseguido el equilibrio entre las cotizaciones sociales y las prestaciones de la Seguridad Social.

Denle una vuelta, porfa

*** Miguel Córdoba es profesor de Economía Financiera de la Universidad CEU-San Pablo.