Un hilo creado por la BBC en su cuenta de Twitter da cuenta de las conclusiones de un estudio llevado a cabo por la televisión británica, en el que se demuestra que en torno a un tercio de las mujeres en el deporte han recibido abusos a través de redes sociales, con odiosos e injustificables comentarios de todo tipo, en un fenómeno que lleva realmente a cuestionarse la salud mental de nuestra sociedad.

El estudio muestra el terrible alcance del fenómeno, y cómo sus cifras se han duplicado con respecto a su edición anterior, realizada en el año 2015. 

Como resultado, la BBC ha decidido reforzar su postura con respecto a los comentarios en redes sociales que reflejen el llamado hate speech, o discurso del odio: a partir de ahora, la institución se ha comprometido a "bloquear a todas las personas que llevan odio a sus secciones de comentarios en todos sus medios y canales, además de informar de los casos más graves a las autoridades pertinentes, y trabajare para que esas cuentas y canales sean lugares amables y respetuosos". 

¿Cuál puede ser el resultado de una política como esa, puesta en práctica por un medio de comunicación público en un país como el Reino Unido? ¿Qué va a ocurrir con todas esas personas que sean bloqueadas y cuya única posibilidad de seguir vomitando odio, estupideces y violencia verbal gratuita en la web sea crearse otra cuenta? ¿Cuántas cuentas serán capaces de crear antes de cambiar de actitud? 

Desde la popularización de las redes sociales a través de la web, en torno al año 2005, hemos vivido un proceso verdaderamente preocupante: la normalización del discurso del odio.

Sus manifestaciones han sido muy variadas, desde auténticas barbaridades que llevaban a la justicia a actuar de oficio o coros de idiotas jaleando los insultos de matones digitales elevados misteriosamente a la categoría de héroes, hasta comentarios de todo tipo hechos por cobardes asquerosos que en su vida serían capaces de hacerlos a la cara de nadie, pasando por todo tipo de situaciones intermedias: personas que hacían comentarios que incitaban ese discurso del odio, ironías crueles que aparentemente no violaban ninguna política porque no contenían insultos como tales, o actitudes infantiloides de "el insulto por el insulto" simplemente para echarse unas risas a costa del sufrimiento de un tercero. 

Desde la popularización de las redes sociales hemos vivido un proceso verdaderamente preocupante: la normalización del discurso del odio

Esa normalización de lo que nunca debió ser normal cuestiona, como comentaba al principio, la salud mental de la sociedad. Las razones para que ese proceso, que únicamente tiene lugar en las relaciones sociales en persona de manera excepcional, tienen que ver con aspectos psicológicos e incluso fisiológicos, relacionados con la sensación de impunidad, la desconexión del interlocutor debido a la ausencia de gestos que alimenten nuestro cortex prefrontal, la pérdida de la empatía o los mecanismos identitarios de pertenencia a determinados grupos.

De una manera u otra, esa normalización lleva tiempo empezando a actuar en sentido inverso: la violencia gratuita y el discurso del odio alimentado en las redes sociales ya provoca violencia que en muchos casos se extrapola a fenómenos que ocurren fuera de ellas. 

Normalizar la conversación es fundamental para la salud de la sociedad, y eso lo saben incluso aquellos, como los fundadores de Twitter, que en su momento se declaraban como radicales defensores de la libertad de expresión, confundiendo ese concepto de libertad de expresión con una supuesta libertad para insultar, ridiculizar, perseguir, acosar o hacer daño a quien te dé la gana.

Twitter tardó mucho tiempo en aprender esa lección y lo hizo a base de mucho sufrimiento e incontables pérdidas, pero todo indica que está intentando corregirse.

Que un medio de comunicación público empiece a excluir de la conversación a todos los que infringen en ella unas normas básicas es algo completamente lógico, y una actitud que todos deberíamos secundar, sin excepciones.

Que una persona tenga muchos seguidores, sea conocida por una actitud radical o tenga una reputación determinada no debería evitar esa exclusión, porque no se trata de "compensar unas cosas con otras": quien no sabe comportarse en público, debe ser convenientemente reeducado o excluido, sea un personaje público, un político, un actor de cine o un futbolista. 

Poner en marcha este tipo de políticas y aplicarlas sin excepciones es la única manera posible de normalizar la conversación, y de recuperar un espacio fundamental para la sociedad. Y mientras no entendamos esto, tanto a nivel de medios como personal, y pretendamos seguir alegando un erróneo concepto de libertad de expresión sin límite alguno, seguiremos, simplemente, contribuyendo a alimentar el problema.