Afrontamos el fin del estado de alarma. Desgraciadamente, los casi tres meses de restricciones a la libertad de circulación y al derecho de reunión de los ciudadanos anticipan una gran recesión y cuantiosas pérdidas para una buena parte de nuestras empresas y autónomos.

En este contexto, ante el próximo final de la desescalada y la negociación de un fondo europeo para la reconstrucción, parece oportuno repasar los distintos mecanismos que prevé nuestro ordenamiento jurídico-administrativo para que la Administración pueda reparar, en lo posible, los daños ocasionados por las medidas adoptadas para combatir la pandemia.

Una de las primeras medidas aprobadas tras la declaración del estado de alarma fue el establecimiento de un régimen especial de suspensión y reequilibrio de contratos públicos, a través del Real Decreto-Ley 8/2020, de 17 de marzo.

Según reconoce su exposición de motivos, la finalidad fundamental de esta medida era “evitar los efectos negativos sobre el empleo y la viabilidad empresarial derivados de la suspensión de contratos públicos”, por lo que se configuró como un mecanismo para paliar los daños que, ya se preveía, iban a sufrir los contratistas y concesionarios de la Administración por las restricciones de movilidad y a la actividad empresarial.

Sin embargo, y a pesar de varias modificaciones introducidas en su redacción original, la no muy ortodoxa técnica legislativa empleada ha hecho que su aplicación práctica esté planteando ya numerosas dudas sobre su alcance compensatorio.

La Abogacía General del Estado ha emitido varios informes en los que interpreta esta previsión de forma muy restrictiva, en el sentido de aplicar solo a casos muy extremos de paralización total y absoluta de la actividad y de excluir los mecanismos de compensación previstos en la normativa de contratación pública con carácter general.

Esta interpretación del Servicio Jurídico del Estado, que resulta cuestionable jurídicamente (por implicar una retroactividad prohibida y no ajustarse a la finalidad de la norma), hace presagiar cierta litigiosidad en la materia.

Durante las últimas semanas hemos asistido a un uso intensivo por el Gobierno de los poderes especiales que la declaración del estado de alarma le confiere. Entre otros ejemplos, cabe citar aquí la intervención del precio de determinados medicamentos y productos sanitarios o la de servicios funerarios, la obligación de apertura de determinados establecimientos para garantizar la oferta de productos y servicios esenciales (a pesar del descenso significativo en la demanda), o la imposición de moratorias en relaciones sujetas al derecho privado.

Hemos asistido a un uso intensivo por el Gobierno de los poderes especiales que la declaración del estado de alarma le confiere

La Ley Orgánica de los estados de alarma, excepción y sitio, reconoce, a quienes sufran daños como consecuencia de los actos y disposiciones adoptados durante la vigencia de dichos estados, el derecho a ser indemnizados “de acuerdo con lo dispuesto en las leyes”.

Este último inciso, que remite a la normativa general, debe entenderse realizado a la normativa de expropiación forzosa o al régimen general de la responsabilidad patrimonial de la Administración, según los casos. Ambas normas tienen en común que trasladan al administrado la carga de solicitar el resarcimiento de la Administración, que fijan como requisitos del daño que sea efectivo, evaluable económicamente e individualizado respecto de una persona o grupo personas, y que prevén un plazo de prescripción de un año.

En el caso de la normativa de expropiación forzosa, el presupuesto de aplicación son las medidas administrativas que impliquen destrucción, detrimento efectivo o requisas de bienes o derechos de particulares y que, debido a graves razones de orden o seguridad públicos, epidemias y otras calamidades, hubieran sido adoptadas sin las formalidades previstas en la norma.

En este caso, la situación de necesidad excepcional forma parte del supuesto de hecho para que opere el derecho a ser indemnizado, por lo que la fuerza mayor no debería considerarse como una circunstancia eximente de la responsabilidad administrativa.

Por su parte, el régimen general de responsabilidad patrimonial de la Administración sí que impone dos límites muy relevantes al deber de resarcir los daños ocasionados por el funcionamiento de ésta: la concurrencia de fuerza mayor y la necesaria antijuricidad del daño, que se traduce en la exigencia de que el particular no tenga el deber jurídico de soportarlo.

Dado el alcance de los daños ocasionados por las medidas adoptadas para combatir la pandemia, no es previsible que, por la vía de la responsabilidad patrimonial, se vayan a reconocer indemnizaciones a todas las empresas y particulares que hayan sufrido algún daño por las limitaciones impuestas con carácter general durante el estado de alarma. Sin embargo, sí creemos que deberían reconocerse tales indemnizaciones en el caso de perjuicios ocasionados por medidas dañosas impuestas a empresas o sectores concretos.

Los daños a nuestra economía que no puedan ser resarcidos a través de los anteriores mecanismos habrán de ser abordados por nuestras Administraciones en el marco de sus actividades de fomento y de prestación, en las que se encuadran medidas tan dispares como los ERTE, los créditos ICO, la renta mínima vital o las subvenciones a fondo perdido.

La exigua dotación que España ha asignado al Marco Temporal de ayudas a empresas y autónomos aprobado por la Comisión Europea hace que su recuperación dependa, en gran medida, del fondo europeo de reconstrucción. En las próximas semanas sabremos si éste sale adelante y en qué condiciones. Debemos desearle a nuestros gobernantes todo el acierto posible en la configuración y asignación de las ayudas previstas. También nos va la vida en ello.

*** Borja Carvajal Borrero es director Departamento de Regulatorio, Administrativo y Competencia de KPMG Abogados.