Nadie pone en duda ya que estamos a las puertas del final del mundo global que ha gobernado nuestros días, y también el diseño de la economía del mundo, de los últimos cuarenta años. Si hace diez años, por poner el reloj cerca, alguien nos hubiera dicho que Europa y USA iban a librar una nueva batalla para ver quién subvenciona más a sus empresas, nadie lo hubiera creído. Esto está pasando actualmente: hay una guerra abierta entre bloques para incentivar la actividad económica que tiene, como pilar común, el sostenimiento de una batería infinita de subvenciones.

La llegada de los Next Generation tras la pandemia y la flexibilización de los regímenes de ayudas de Estado ha encontrado una potente respuesta en Estados Unidos, que, recientemente se ha sacado de la chistera otro medio billón de euros para apoyar su industria a través de un régimen de ayudas híbrido y masivo.  Desde mi punto de vista una de las principales diferencias aquí estribará en la agilidad.

Ya lo he denunciado en distintas ocasiones desde esta misma columna: Europa es lenta, sigue anclada en la burocracia y lo peor, para deshacerse de esa herencia necesita una revisión profunda de los reglamentos de ayudas que exigen unanimidad en un Consejo destrozado por una crisis que es poliédrica. Mientras tanto, en Norteamérica aplican una regla básica del juego: que el dinero fluya, que las inversiones se hagan, preocupémonos sólo de medir los resultados.

[Los empresarios, quemados con los Next Generation]

Este mundo hipersubvencionado (¡le gustaría a Keynes levantar ahora la cabeza!) ha traído consigo una nueva dinámica de las relaciones empresa mercado que conlleva efectos peligrosos.

Ahora que todo está subvencionado: la digitalización, la modernización de la industria, el hidrógeno, la movilidad, etc., es poco tentador para las empresas desarrollar proyectos ambiciosos de innovación. En las últimas reuniones que he mantenido con altos directivos de algunas de las más grandes compañías españolas en muy diversos sectores si hay una cosa que parece vertebrar comúnmente todas sus estrategias es esta: ahora hay que ir dónde hay subvenciones, ¿qué sentido tiene para nosotros explorar otros caminos si lo que se financia por parte de los Estados es directamente la compra de nuestros productos, el desarrollo de nuestros servicios habituales?

Todas estas hipótesis empresariales inspiradas en la ensoñación de los fondos europeos están sufriendo ahora un importante revés: el tiempo. Realmente no se contaba con tener que afrontar tantos problemas menores para que el dinero llegara donde tiene que llegar. También está pasando.

Pero volviendo al tema de los riesgos. Si todo el mundo espera crecer al abrigo de lo subvencionable, si incluso los gigantes se aferran a una miríada de convocatorias y programas para sacar adelante sus cuentas de resultados, si desde los laboratorios de innovación y los centros de I+D se busca antes la línea de subvención que la disrupción del proyecto, ¿quién va a innovar? ¿Quién va a querer salirse de la senda de las programadas ayudas para dar con la tecla, para encontrar océanos azules? Dicho de otro modo, debiera preocuparnos que uno de los principales efectos adversos de tanto dinero público fuese precisamente la desincentivación de la economía de innovación.

Si echan un vistazo a la enorme lista de convocatorias abiertas, y, poniendo a un lado la quimera de los PERTES (una gran idea mal ejecutada), casi todo lo que hay abierto es o para comprar tecnología o para comprar eficiencia energética. Y está bien. Pero quizás deberíamos haber orientado una mayor parte de este enorme paquete de subvenciones hacia el desarrollo de proyectos de innovación y de I+D.

Claro que también habrá quien lea esta columna de otro modo: ahora que todo el mundo reside en la placidez de la espera, mientras los demás se queman en mercados saturados, enrojecidos de actividad, ¿será buen momento para asumir riesgos y buscar en otros caladeros?