En 1985 se editó un curiosísimo libro titulado “Surely, you’re joking, Mr Feynman” (Está usted de broma, Sr Feynman), que recopila curiosidades, aficiones y alguna excentricidad del padre de la Nanotecnología y que fueron extraídas de conversaciones que grabadas por su amigo, biógrafo y productor de cine Ralph Leighton.

En uno de esos fragmentos, el premio Nobel de Física celebraba la invención del método científico como arma para desterrar mitos, leyendas o bulos y desenmascar a impostores o pretendidos magos.  La ciencia es esto (entre otras cosas): un buen antídoto contra la superchería y el charlatanerismo.

Y lo es por cuanto el científico realiza un esfuerzo para intentar llegar a algo que tiene que ver con la verdad. Aunque sólo sea una aproximación. El fantoche discursivo, el king del fake, no sólo se aparta del conocimiento, sino que ni siquiera tiene inquietud por la verosimilitud de sus afirmaciones.

Sin embargo, Richard Feynman explicó que se encontró con una paradoja: lo que se iba conociendo con las técnicas de observación nanométrica se alejaba del mundo científico conocido, ese minimundo paralelo en el que los materiales magnéticos dejan de serlo, los opacos se convierten en transparentes o los aislantes eléctricos resultan que sí conducen electricidad. No es broma. Sucede así. Y aviso. Esto no tiene nada que ver con el metaverso.  

Se trata de algo tan sorprendente que parece que la nanociencia hace magia. No, no es así. Es un mundo físicamente real, observable y manipulable. Y ha sido en él donde se ha revelado uno de los secretos mejor guardados de la historia de la música: los trucos de fabricación que conceden características estéticas y extraordinarias a los instrumentos del luthier más popular de la historia: Antonio Stradivari.  

Stradivari no era un mago, ni un brujo, ni un charlatán. Tampoco era un experto en química. Era un artesano de la tecnología musical. De hecho, comenzó como aprendiz de Nicola Amati, el miembro más ilustre de una estirpe de lutieres de Cremona. Lo prueba de ello es la inscripción que permanece en el primer instrumento que se conoce fabricado por él a la edad de 22 años:

Antonius Stradivarius Cremonensis Alumnus e Nicolaij Amati, Faciebat Anno 1666.

A la muerte de Amati, en 1684, Stradivari perfeccionó el estilo de su maestro hasta convertirlo en el suyo propio. Y lo desplegó con enorme tenacidad durante los 70 años siguientes, hasta cumplir los 93 que vivió. En esas siete décadas le dio tiempo de fabricar 1.200 unidades, de las que se conservan 450 violines y otros 200 instrumentos, según leí en National Geographic. Todos tienen una referencia concreta. Porque cada pieza es única. 

¿Y cuál era el secreto de esa especial sonoridad y robustez?  Hasta ahora se decía que se trataba de una mezcla de minerales procedentes de las montañas de su entorno, que Stradivari aplicaba sobre la madera antes de barnizarla. Su efecto sería una cristalización parcial que reducía la porosidad de la caja de resonancia. Y de ahí su especial vigor. Pero no dejaba de parecer más que un truco natural.

Otro estudio reveló que Stradivari vivió en los años del llamado “mínimo de Maunder”, un periodo bautizado así en por John A. Eddy en la revista Science y que los astrónomos solares detectaron entre 1645 y 1715. Esos años se caracterizaron por una reducción de luz solar, un descenso general de las temperaturas y un aumento de las precipitaciones.

Esa peculiaridad climática habría concedido a la madera del entorno de Cremona una composición densa y elástica, ideal para fabricar instrumentos de arco, auténticas obras maestras cuya acústica se ha mantenido de manera extraordinaria durante siglos.

Pero el gran secreto se ha revelado con la investigación de un grupo de científicos que emplearon imágenes a escala nanométrica de dos de los violines de Stradivari: el San Lorenzo (de 1718) y el Toscano (de 1690). El estudio revela en ambos una capa a base de proteína entre la madera y el barniz que actuaría de forma extraordinaria.  

Científicos taiwaneses ya habían detectado en 2016 el conservante que aplicaba el maestro. Ahora, investigadores de Italia han descubierto mediante la nanotecnología cuál es la composición de la capa secreta que hay debajo del barniz que recubre la madera. Ese revestimiento habría servido para rellenar y alisar la madera, de manera que tuviera efecto en la resonancia y el sonido que se produce. 

Empleando una técnica llamada espectromicroscopía infrarroja con transformada de Fourier, el equipo de investigadores descubrió que ambos violines tenían una capa intermedia, aunque no se llega a diferenciar la composición de la capa de la madera adyacente. 

Luego recurrieron a otra microscopía muy específica que recopila imágenes de decenas de nanómetros de ancho y mide la luz infrarroja dispersada por la capa de revestimiento y la madera para recopilar información sobre su composición química. 

La existencia de este revestimiento en sí ya era conocida. Lo que se desconocía eran sus componentes. El equipo de Lisa Vaccari y Marco Malagodi recurrió a la microscopía óptica de barrido de campo cercano (s-SNOM, por sus siglas en inglés) para estudiar los dos famosos violines de Stradivari.

Las imágenes microscópicas en 3D mostraron que el producto que hay debajo del barniz se creó a base de proteínas que, cuando se procesaron, formaron unos grumos de tamaño nanométrico que rellenaron las irregularidades de la superficie de la madera.

El conjunto específico de proteínas aún se desconoce, pero parece que incluye colágeno, un componente común en el tejido conectivo animal.

Con toda probabilidad, Stradivari se limitó a mejorar la efectividad de ese compuesto que habría heredado de su maestro. No inventó nada nuevo, pero experimentó con ello para buscar su verdad artística. Y eso también es ciencia.